La masa anda revuelta. Los humores que desprende la putrefacción del sistema llevan tiempo filtrándose de arriba abajo y ya hay que andar con tiento para no salpicar. Y luego está la continua invocación a nuestros viejos demonios desde los platós. Día, tarde y prime time.
El puñetazo en la cara a Rajoy de la pasada campaña no fue una anécdota. Es el síntoma de que la crispación está a flor de piel. Si los políticos no nos representan, si las instituciones carecen de legitimidad, la muchedumbre tiene coartada para encender las antorchas.
Un barrio de Barcelona no duerme esta semana por los enfrentamientos entre policías y unos jóvenes antisistema que están dispuestos a incendiar el asfalto antes que cumplir la orden de un juez. Han tenido buenos maestros en eso de saltarse la ley, todo hay que decirlo.
El presidente del Gobierno en funciones se ha visto obligado a acortar su paseo por Valencia -otrora paraíso del PP, quién lo diría- perseguido por insultos e improperios. Se está perdiendo el respeto hacia el otro, al que piensa diferente. Entre ardores se nos está esfumando la tolerancia.
La política se ha fanatizado. Se es de un partido como se es de un equipo de fútbol: con camiseta, bandera y bufanda. Cada día se vota más con las entrañas, no basta con apoyar al nuestro, hay que estamparle al rival la papeleta en los morros.
Al tiempo que los poderes del Estado perdían autoridad, la calle, como por ósmosis, iba envalentonándose, reclamando protagonismo, pidiendo paso; pero igual que se corrompían unos, se envilecía la otra.
A esa calle y a la gente vienen apelando con entusiasmo algunos líderes políticos. Pero donde hay turbamulta no hay individuos. Ni ciudadanos. Ni democracia.
Sí, se ha envenenado la convivencia.