Conté que durante la final me había quedado leyendo las Conversaciones con Goethe de Eckermann, por cultivar mi imagen de único intelectual español al que no le gusta el fútbol (tómese lo de intelectual con la inevitable ironía). Pero en realidad había salido con un amigo para cenar y tomar una copa. Sin ver el partido, eso sí. Lo de que no me gusta el fútbol no es pose.
La final de la Champions empezó cuando íbamos por la calle camino del restaurante. Nos preguntamos si seríamos capaces de distinguir qué equipo habría marcado según los gritos de gol. Si es un grito arrollador, aplastante, invasivo, concluimos, sería sin duda del Real Madrid. Si junto con la alegría se colaba rabia, resentimiento, un énfasis de venganza, de incredulidad, de pobre al que le toca la lotería, sería del Atlético. Justo cuando íbamos a entrar, se oyó un bramido colectivo que se ajustaba a la primera descripción.
El restaurante estaba vacío, aunque había una tele con la final sin apenas volumen. Es un sitio de barrio donde sirven alitas de pollo con picante: nuestro alejamiento de Vázquez Montalbán no se da solo por el fútbol, sino también por la gastronomía (y por la copla y por el comunismo, incluso en su variante lacandona; por cierto, que el Subcomandante Marcos fue el primer Pablo Iglesias). La camarera fue la única que se refirió al partido, cuando Griezmann falló el penalti: “Lo que me voy a reír con mis amigos del Barça”.
Camino del centro escuchamos el otro bramido: el de “los de abajo” subiendo, la euforia de los que por fin ven llegar su momento histórico, quizá precipitándose. Gol del Atleti. Sucedieron amagos a los que no supimos encontrarles atribución. Algún gol raro, que por su rareza atribuimos al Atleti, pero que resultó no serlo. En un televisor de bar vimos que seguía el empate.
Callejeando ya por la zona de terrazas, mi amigo me hizo notar que en los tramos de mesas sin tele a la vista, había solo mujeres. Solo en los puntos con pantalla surgían brotes masculinos, entreverados con sus (¿resignadas, pues?) parejas. Me resultó llamativo, porque yo tengo ya muchas amigas aficionadas al fútbol y pensaba que la cosa se había igualado ahí también. Pero la microsociología callejera lo desmentía (todo lo que una microsociología callejera pueda desmentir: en la gran avenida de Twitter no se aprecia tanto).
Nos sentamos a tomar nuestra copa y ahí nos fue llegando el eco de lo demás: la prórroga, los penaltis. Con estos se igualaron las reacciones fónicas. Como si la ruleta rusa hubiese rebajado a los madridistas a un punto de histeria que los equiparaba a los otros. Pero al término hubo una gran explosión celebratoria, y después una calma. Había vuelto a imponerse la normalidad.