La periodista Gail Collins pidió a Hillary Clinton el martes por la noche que imaginara poder escoger una persona del pasado para decirle lo que había sucedido: por primera vez uno de los dos grandes partidos había escogido a una mujer para optar a la Casa Blanca.
Collins imaginaba cómo sería decírselo a Susan B. Anthony en 1872 mientras la esposaban por haber cometido el crimen de votar o cómo sería anunciarlo en la convención por los derechos de las mujeres en Seneca Falls en 1848. Pero Clinton contestó que le gustaría volver al pasado para contárselo a una mujer menos conocida: su madre, Dorothy Rodham, que murió en 2011.
Dorothy nació en Chicago el 4 de junio de 1919, el día que el Congreso aprobó la enmienda a la Constitución para que pudieran votar las mujeres, pero como muchas de su época tuvo una vida difícil de privaciones y sumisión. Sus padres la abandonaron. Con ocho años cruzó el país con una hermana más pequeña para vivir con unos abuelos que las cuidaron poco. Sobrevivió trabajando como niñera y asistenta, sufrió el no haber podido ir a la universidad y se casó con un hombre arisco.
“Ella era mi roca”, dijo Hillary Clinton en Brooklyn al proclamar su victoria en las primarias demócratas. Fue el único momento en el que se le quebró un poco la voz y tuvo que tragar saliva. La candidata hablaba despacio, estaba seria y hacía pausas tranquilas.
Estados Unidos, como España, ha superado siglos de discriminación y las mujeres de 2016 tienen una situación que hubieran envidiado las mujeres de su pasado. La persecución, el analfabetismo o el arrinconamiento social son lacras lejanas para la experiencia de millones. Pero la victoria de Hillary Clinton, probablemente la próxima presidenta del país más rico y poderoso del mundo, es un empujón también para sociedades avanzadas y aparentemente igualitarias donde perviven los restos del machismo histórico.
En febrero me sorprendió cuando varios seguidores de Bernie Sanders, incluido un joven universitario, me dijeron en Iowa que Estados Unidos no estaba preparado para una presidenta. Hace unas semanas, un seguidor español de Trump me soltó en Madrid lo inquietante que le parecía que Alemania y Estados Unidos fueran a tener a dos mujeres a la cabeza.
Especialmente en un país con una cultura tan machista como España la victoria de Hillary Clinton es un alivio. Para las mujeres que siguen cobrando menos por hacer el mismo trabajo, para aquéllas a las que les cuesta hacerse escuchar en las reuniones de hombres, para las que sufren a diario la condescendencia de cualquier señor por la calle. Para las que se asombran de cómo muchos colegas ni parpadean ante el machismo en la prensa y la política, para las que luchan para que se las juzgue más por lo que tienen que decir que por su aspecto. Para las que están cansadas de escuchar lecciones sobre qué tienen que hacer, para las que están hartas de ser un nicho en los debates de televisión o en las páginas de una revista. Para las que han asumido toda la responsabilidad familiar a cambio de nada. Para las Dorothys del presente y del pasado.
Hillary Clinton no es una política “natural”, como ella misma ha reconocido. No tiene el magnetismo de Obama o la capacidad de contar historias de su marido. Es un caso de cómo mucha experiencia se puede convertir en demasiada. Lleva tantos años en la élite política que es difícil verla como una inspiración. Pero es emocionante imaginarla contándole a su madre que lo ha conseguido, que ha llegado a su meta después de ocho años o toda una vida. Es emocionante imaginar a Dorothy aconsejando a Hillary lo que le decía cuando era niña: “Demuéstrales que no tienes miedo”.