El voto del miedo está empezando a ser para muchos (¡para mí también!) el voto del acojonamiento. Lo primero que acojona es ver cómo al español, ese ciniquillo cotidiano, que ha estado sosteniendo durante décadas a los corruptos y llenando de corruptelas su privacidad, le ha entrado de pronto un “ataque de pureza”. El resultado a corto-medio plazo, si les entrega el gobierno a los de la retórica de los puños y las sonrisas, va a ser asistir a la refutación en sus propias carnes del mantra “no podemos estar peor”.
Con todo, conozco a pocos cuyo acojonamiento vaya a hacerles votar al PP. Algunos hay, pero me sorprende que no sean muchos. Tampoco lo haré yo. Antes de que empezara la campaña escribí aquí que lo más sensato me parecía votar a Ciudadanos. Una vez empezada la campaña, ya no estoy tan seguro: todas las campañas de Ciudadanos consisten, básicamente, en un denodado esfuerzo para que yo no vote a Ciudadanos. Aun así, les voto a veces. Quizá vuelva a hacerlo el 26 de junio. O eso, o el voto en blanco.
Como se puede apreciar, hay en mí un cierto grado de resignación ante el (posible) bofetón histórico. Estos remilgos no se corresponden, lo reconozco, con las urgencias del acojonamiento. Y es que hay en mí rencor (¡y desprecio!) por el PP, y por el PSOE. Serán los segundos culpables (o responsables, si se quiere poner en lenguaje civil) de lo que ocurra. Los primeros, obviamente, serán Unidos Podemos y los votantes de Unidos Podemos. A veces a mí me entra también un afán de pureza como al Max Estrella de Valle-Inclán: “Me muero de hambre, satisfecho de no haber llevado una triste velilla en la trágica mojiganga”.
Supongo que es el momento, en cualquier caso, de recordar a Mandeville y su fábula de las abejas, la de los beneficios públicos de los vicios privados. La España del apaño y el pasteleo, después de todo, progresó (en economía y en libertad). Pudo haberlo hecho más, con más esmero, apuntando más alto. Pero parece que el país tampoco puede dar mucho más de sí hacia arriba. Hacia abajo sí: hacia abajo, todo lo que le echen.
Este mismo artículo vale como síntoma. Aquí estamos en el estupor, dudando, temerosos, estrujados entre la complejidad infinita del mundo y los límites de la acción, con melindres de elegancia, mientras enfrente saltan unos adanes que no han aprendido nada de la historia, salvo la técnica de cómo hacerse con el poder. Para retroceder de nuevo. Y el estupor lo incrementa el que resulte todo tan viejo: “Ya en Roma...”.