Que decenas de miles de ciudadanos participaran el jueves por la noche en Valencia en un “acto de desagravio” a la Virgen de los Desemparados es un hito fascinante, que abunda en la complicada relación entre laicidad y piedad, y que merece la revisión del respeto, la ofensa, la libertad de expresión, el fervor religioso y la politización de la pasión como conceptos y como fenómenos.
Monseñor Cañizares, carne de La Sexta, había llamado a la guerra santa contra la blasfemia porque un colectivo gay ha confeccionado un cartel en el que la Mare de Déu y la Virgen de Montserrat se besaban. La irreverencia respondía a las imprecaciones del cura ultramontano contra el “imperio gay”.
Sin ánimo de cuestionar el nivel de interlocución de monseñor con la Geperudeta, y atreviéndome a dudar de su predicamento entre la mayoría católica no practicante del país, parece que un desagravio más o menos atrevido o desafortunado contra la homofobia militante del cardenal ha dado lugar a una manifestación multitudinaria contra la ofensa a los sentimientos religiosos.
Se puede entender que el delito de blasfemia sea una consecuencia penal de la especial protección que merece en la Constitución el hecho religioso. Y resulta incuestioable que miles de personas se han sentido ofendidas por el cartel lésbico de las vírgenes. Pero una manifestación de esa naturaleza, a estas alturas de civilización, conlleva una estupefaciente regresión.
Pedro Almodóvar presentó a una monja yonqui en Entre tinieblas hace tres décadas y Javier Krahe nos enseñó a cocinar un Cristo en el 77 sin que quienes pudieron sentirse entonces humillados con alguna de estas expresiones lograran -en el caso de Krahe, fue a juicio- que su particular sentimiento de ofensa prevaleciera sobre la libertad de expresión y creación de los autores.
El respeto se merece, no se impone, por mucho que a Cañizares le molesten los homosexuales o por mucho que el Papa bueno comprendiera, tras los asesinatos de Charlie Hebdó, que alguien se ofenda si le metan a la madre. Y esto es algo que debería intentar asumir todo el mundo, y la Conferencia Episcopal en particular.
Uno duda que el colectivo LGTB se atreva a presentar a Mahoma besando a su yerno en desagravio a la masacre homófoba y fundamentalista de Orlando. Pero entiende que los cartelistas del beso de las vírgenes tienen el mismo derecho a la irreverencia que exigimos en su día para los caricaturistas de Charlie Hebdó. Decía De Quincey que “uno se permite un asesinato y acaba dejando las cosas para el día siguiente”. Pues ojo, no sea que empecemos desagraviando a la Virgen y acabemos alistados en la yihad.