“Vendo zapatos de bebé, sin usar. FIN”. Este mítico cuento de Ernest Hemingway (escrito en una época en que hablar de microrrelatos habría sonado tan cursi como dirigirse a todos y todas los asistentes a un mitin…) pone los pelos de punta no tanto por lo que dice, como por lo que no dice. Es un cuento que vale su peso en oro por lo que no cuenta. Por lo que deja a la imaginación del lector. Y del votante.
Tanto gasto de tiempo, de energía, de saliva, de ilusión y de recursos públicos para llegar a… ¿esto? ¿Y qué es esto? Pues, de entrada, la evidencia de que poco o nada tiene que ver lo que se dice, lo que se encuesta, lo que se vota y lo que al final pasa en este país. Hace tiempo, demasiado tiempo, que de la teoría a la práctica hay un abismo estremecedor, pavoroso, que poco a poco va explicando muchas cosas.
De todas las paradojas, parajodas y hasta parafilias que los resultados del 26-J han hecho aflorar, yo me quedo con el dato curioso de que España no es de izquierdas como un solo hombre y/una sola mujer, como vulgarmente se piensa. ¿Es entonces todo el país de derechas? Supongo que depende de qué contamos como derecha, derecha, como izquierda, izquié, y como centro en barbecho.
Da la impresión de que en estas elecciones, al centro entre todos lo mataron y él solito se murió. Una izquierda más megalómana cuanto más insignificante, con hechuras más sectarias que nunca y pretensiones de Frente Popular, y una derecha macizamente aislada (como el continente después del brexit…) se han empeñado en machacar verbal, política e intelectualmente a cualquiera que predicara el sí es, no es, el déjame que le dé una vuelta, el vamos a estudiar el tema con calma. Ciertamente no ha ayudado nada el temblor de piernas de última hora de Albert Rivera, su entrada en el serrallo de posibles favoritas del PP como eunuco en cacharrería.
Para quien no conozca ciertos intríngulis, ciertas marcas políticas de nacimiento, baste decir que cualquier partido político de matriz y de planta catalana, por muy ambicioso que sea su proyecto nacional, presenta ciertos tics, ciertas manías. Por ejemplo el miedo a que el PP te pegue la sífilis, como le pasó a Jordi Pujol. Desde el fracaso de la operación Roca hasta el para muchos incomprensible hara-kiri del PSC, quién te ha visto y quién te ve, hay como un afán de pinchar y cortar en toda España, y a la vez un miedo, como decirlo, a embarrarse. A ensuciarse los votos y las manos.
A los de Albert Rivera primero trataron de machacarles por joseantonianos de andar por casa, luego por intentar sacar adelante un pacto de gobierno con el PSOE, luego por ser la supuesta marca blanca del PP, luego por…uf. Se comprende que al final ellos mismos hayan tenido una crisis de fe y de equidistancia.
En fin. A ver si ahora sobreviene el anhelado, imprescindible sosiego. Cuentan que cuando cayeron las Torres Gemelas, estaba José María Aznar, entonces presidente, metido en el Air Force One español camino de Lituania, estaba Rajoy en funciones, estaba Pío Cabanillas junior de portavoz, y al entrar Cabanillas, desmelenadísimo y ojiplático, en el despacho de Rajoy al grito de “¡Mira lo de Nueva York! ¡Hay que avisar al presidente en seguida!”, se encontró con una cara de póquer de percebes de esas que hacen época. “No nos precipitemos”, manifestó Rajoy, impertérrito, “vamos a esperar a ver qué pasa”.
Y hasta aquí.