Andaba poniéndose la tarde plomiza y las amistades con ganas de irse a casa. Cada mochuelo a su olivo, dijo uno de ellos. Y así, entre prisas, besos y olor a cervezas, cada pareja cogió rumbo a su madriguera. “Nos vemos”, “genial”, “qué buena tarde”, “hay que repetir pronto” y todas esas frases propias de la amistad que vienen salpicadas de guiños y palmadas en la espalda aceleradas. Hablamos de un grupo de amigos y una reunión, digamos, habitual.
El semáforo se puso en rojo y en ese momento el protagonista de este folio se quedó mirando cómo dos de ellos se metían en el coche, la otra pareja cogía rápida el autobús y como, los terceros, justo cuando empezaba a chispear, abrían el paraguas y se acurrucaban pegados al mango. Podría haber sonado una de esas bandas sonoras que cierran la película pero resonó el bip bip del paso cebra.
El semáforo se puso en verde y el protagonista aceleró el paso con el periódico en la cabeza directo a su casa. El sabor de la cerveza y el eco de la charla andaba dando vueltas en su cabeza, pisaba las rayas blancas con zancadas amplias y adelantaba a una mujer con carrito y niño. El cielo anunciaba tormenta y su interior, también.
Las llaves nunca se encuentran cuando toca. El ascensor tarda en bajar. La luz parpadea al encenderse. Y, la vida, se pone quisquillosa con el mínimo roce. No siempre las corazas están bien abrochadas y los espejos de los ascensores se confabulan con ellas para reflejar la costura abierta en la espalda. Ahí aparece el miedo, la debilidad y la carne. Los amigos desaparecen y lo que brota es la duda del soltero que sube solo a su casa. Se descalza en la entrada, se quita el cinturón y pone la tele. Abre la nevera, bebe agua de la botella, la vuelve a cerrar y se tira en el sofá con todo su terreno conquistado como un Hernán Cortés de Ikea. El móvil se ilumina. La tele escupe anuncios. La tormenta arrecia. El protagonista cree que tal vez no debió romper su relación, hoy habría alguien diciéndole que no bebiera de la botella, que dejara los zapatos en la habitación y pidiéndole que cambiara de canal. Alguien que habría deshecho la cama, alguien que preguntaría qué quieres cenar y alguien que pondría el móvil a cargar. Sin embargo, cuando van apareciendo las ausencias, las dudas y crece la lluvia fuera de casa, también aumentan las respuestas.
Sus amigos han llegado a casa, se han descalzado, han encendido la tele y han preparado la cena. Dónde está el fallo de guión. En ese momento se levanta, recoge los zapatos de la entrada, se sirve una copa de vino, se echa el móvil al bolsillo trasero del pantalón y vuelve a la calle. El bar de la esquina está abierto. Ya no llueve. Saca el móvil, pone un mensaje. Contestan. Sonríe.