El acuerdo de paz firmado este lunes entre las FARC y el Gobierno de José Manuel Santos representa una oportunidad que Colombia y el conjunto de América Latina deben aprovechar. El pacto con la narcoguerrilla no acabará con el problema de la violencia en Colombia, donde aún siguen atentando el ELN y bandas criminales formadas por exparamilitares, pero sí puede ser un gran paso hacia la paz. Para ello es preciso que el acuerdo logrado sea ratificado por los colombianos en el referéndum del próximo domingo.
El Gobierno, la Iglesia Católica y los partidos de izquierda apoyan el sí, mientras que el expresidente Álvaro Uribe y su entorno se oponen al pacto tal y como se ha planteado. Las encuestas pronostican una victoria del sí, pero aspectos como la incorporación de la guerrilla al sistema democrático y la vida pública, el alcance de la amnistía y las fases de desarme generan desconfianza en amplios sectores la sociedad colombiana.
Que la justicia transicional, a través de tribunales internacionales, decida la suerte penal de guerrilleros con delitos de sangre genera dudas sobre si sus crímenes les saldrán gratis. Por otro lado, es muy controvertida la decisión de atribuir cinco escaños en cada una de las Cámaras representativas a miembros de las FARC.
Las dudas sobre el proceso dividen a la sociedad colombiana con motivo. No podemos olvidar que la guerrilla acumula más de 250.000 víctimas mortales y ha causado siete millones de desplazados en sus más de 60 años de existencia.
El cese de la violencia en Colombia es un hito digno de celebrarse tras dos intentos de negociación fracasados y varias décadas de guerra civil. Lo que está claro es que la impunidad no puede convertirse, en ningún caso, en moneda de cambio para detener ningún conflicto armado. Pero merece la pena seguir adelante para acabar con la pesadilla de las FARC.