Supongo que la muerte es la cosa más simple del mundo. La he imaginado siempre como un fundido a negro. Las luces se apagan y ya está, no queda nada más, sólo un vacío del que ni siquiera seremos conscientes. Morirse es lo más fácil de la vida y se ha hecho un poco complicado en los últimos dos milenios por la manía de buscarle la puerta de atrás a la última puerta, pensando que allí habrá un grupo cada vez más numeroso celebrando que todo era broma. Ese primo que murió demasiado joven, la abuela favorita, un tío lejano que nos daba dinero, algún amigo de la infancia que tuvo un accidente de coche, un escritor, el torero mítico, una madre, un hijo, esa es la gente que agarra la piñata y grita sorpresa, que no has muerto.
Me obsesionan los años previos a mi nacimiento, un lustro o así antes, la forma en la que la vida se va concretando hasta llegar a mí desde el instante en el que se conocen mis padres. Morir debe ser el mismo proceso rebobinado: la vida se va diluyendo hasta que de nosotros queda, en los mejores casos, algo parecido a un recuerdo.
Algunas de las imágenes que llegan de los efectos de los incendios de Grecia se parecen a las del verano anterior tomadas en Portugal. El atasco de coches calcinados deja una estela de pavesas frías, mezcladas en el aire o sobre el asfalto las cenizas de la carne y el hierro. La ciudad costera derretida.
En la fotografía de Reuters una mujer busca a su perro en medio del tráfico espectral mientras aspira, quién sabe, los restos de algún vecino suyo. La mascota huiría de las llamas corriendo por las calles oscuras y calientes y ella salió para intentar encontrarla dándose de bruces con el espanto de un coche calcinado que no estaba aparcado.