Pau Luque: "Me temo que la Crida no evolucionará hacia la vía escocesa sino hacia el carlismo"
"El argumento con el que Llarena justifica el delito de rebelión está mal construido" / "Espero que catalanes, andaluces o extremeños formemos parte de una misma comunidad política durante mucho tiempo" / "Conviene no sobrerreaccionar a los pollos que intentará montar Puigdemont en otoño".
2 septiembre, 2018 01:40Pau Luque (Barcelona, 1982) es profesor de filosofía del derecho y autor de La secesión en los dominios del lobo (editorial Catarata, 2018), un ensayo en el que analiza los meses clave del desafío independentista, los de septiembre y octubre de 2017. En él, Luque coincide con Daniel Gascón en que el golpe catalán no ha sido un golpe clásico o 'decimonónico', sino un golpe 'posmoderno'.
Luque reside en México, desde donde analiza lo ocurrido en Cataluña con la serena perspectiva que da la distancia. Visto desde 9.000 kilómetros, y desbrozada la retórica nacionalista y su torticero uso del lenguaje, lo que queda es, según Luque, "la antigua y descarnada disputa por las fronteras". Es decir, un viejo (y muy español) problema de lindes.
A Luque, educación obliga, no le pregunto por su ideología, aunque se le intuyen simpatías socialdemócratas. De las de verdad: nada de equidistancias. Luque no esquiva preguntas y responde, con elegancia y argumentos, a todas mis provocaciones. Acabada la entrevista, queda la sensación de que con una izquierda así uno sí iría a heredar. Es decir a reformar la Constitución, el Estado de las autonomías o lo que se tercie.
Usted utiliza la expresión “golpe posmoderno” para definir lo ocurrido en Cataluña durante el último año. Entiendo cuál es la intención, pero… ¿no estamos contribuyendo a restarle importancia a lo ocurrido al utilizar ese adjetivo? Como si un golpe de Estado “posmoderno” fuera menos grave que un golpe de Estado “a secas”.
En un sentido muy relevante, el golpe posmoderno es menos grave que el golpe decimonónico, o el golpe a secas, porque no hay violencia. Y, aunque entiendo su inquietud, no diría que intentar ser lo más precisos signifique restarle importancia a los hechos.
Usted ha dicho que el golpe catalanista no encaja en el delito de rebelión. ¿Qué hacemos entonces con él?
La democracia liberal y su gemelo jurídico, el Estado de derecho, son criaturas muy delicadas y, contra lo que muchas veces se piensa, pueden ser atacadas tanto desde fuera como desde dentro. Imputar el delito de rebelión a los dirigentes independentistas cuando no se ha probado el tipo de violencia que exige este es maltratar, desde dentro, a esa criatura delicada y bicéfala.
¿Qué hacemos entonces, me pregunta, con razón, con el golpe posmoderno? Pues, a grandes rasgos, lo mismo que se hace con la llamada teoría posmoderna: señalar sus falacias; deshacer sus contradicciones; mostrar la falsedad de sus afirmaciones; sacar a la luz sus engaños; combatir, en el caso que tenemos entre manos, la hispanofobia, etc. En la medida en que no hubo violencia en el sentido relevante, el delito de rebelión —aunque sí otros, si así se verifica— no puede ser un instrumento contra el golpe, so pena de aprovecharnos de la fragilidad de la democracia liberal para terminar perjudicándola.
¿Pero no cree que es muy peligroso caer en el juego del independentismo cuando este se apoya en la ambigüedad del lenguaje para sus propios fines? Quiero decir… ¿no es aberrante pretender que el legislador quiso que los autogolpes de Estado como el ejecutado en Cataluña quedaran sin sancionar y fueran únicamente castigados como una mera “desobediencia”?
En la medida en que el legislador presupone un uso racional y no ambiguo del lenguaje, difícilmente podía imaginar un engendro que acumulara tal cantidad de irracionalidad y ambigüedad en su discurso y en su acción de gobierno como el del independentismo de otoño de 2017. Por ello mismo, soy muy escéptico acerca de invocar aquí la intención del legislador.
Yo creo que el Estado de derecho tiene mecanismos, como el mismo artículo 155 de la Constitución o el delito de desobediencia (o el de malversación, en caso necesario), o todo el espacio que da la libertad de expresión, para refutar las mentiras y falacias que mencionaba antes y así responder al golpe posmoderno sin tener que acudir al delito de rebelión, que está pensado para golpes decimonónicos.
Usted ha calificado a Llarena de “mal jurista”. ¿Podría argumentarlo?
Bueno, el calificativo fue quizá demasiado severo. Pero era una manera de decir que, contra lo que muchas veces se dice desde el entorno independentista, a saber, que Llarena es un fascista, o que es juicio político, o no sé cuántas cosas más, parece haber una hipótesis más plausible a disposición para explicar por qué Llarena toma la decisión que toma: el argumento que le sirve para justificar la imputación por rebelión es “simplemente” un argumento mal construido, incorrecto, inválido. O sea, es un mal argumento jurídico. Es en ese sentido incidental en el que digo que es un mal jurista.
Usted ha dicho que “la Constitución no puede ser un freno para la independencia”. Pero, ¿cómo sorteamos el obstáculo de la soberanía nacional?
No recuerdo haber dicho eso, por lo menos no con esas palabras exactas. Supongo que lo que dije —o lo que quise decir, en caso de que esas fueran mis palabras exactas— es que la Constitución es un freno legal, pero no es un freno político, en el sentido de que lo que está en disputa en el desmadre catalán es, al fin y al cabo, quién define las fronteras, y eso es un problema que, en sentido estricto, ni el derecho ni la democracia pueden resolver.
Es una cuestión filosófica muy intrincada y difícil de explicar y no querría inducir a error al lector, pero mi idea es la siguiente: si el día de mañana el conjunto de los Estados con más poder del mundo reconocen a Cataluña como un Estado, se habrá revelado que la Constitución no fue un freno político para la independencia y el obstáculo de la soberanía nacional que mencionas habría quedado políticamente sorteado.
Permítame una reflexión. El nacionalismo catalán parte, en mi opinión, de dos errores básicos: 1) Ignorar que los andaluces, los madrileños y los extremeños son tan propietarios de Cataluña como los mismos catalanes (y viceversa), y 2) ignorar que los catalanes no han acogido a “los españoles” en Cataluña más de lo que esos “españoles” les han acogido a ellos en Cataluña, dado que la soberanía de la región le pertenece a todos los españoles. ¿Está de acuerdo conmigo?
Hay toda una discusión académica acerca del derecho al territorio, pero no la conozco muy bien y no me atrevo a decir nada. Y en cuanto a su pregunta, repito algo que ya he dicho: me parece una obviedad que, en términos legales, la soberanía de Cataluña pertenece a todos los españoles. En ese sentido tiene toda la razón y es una manera de cerrar la discusión.
Pero hay otras maneras de abordar la discusión. A mi juicio, la disputa de fondo se sitúa, en términos lógicos, en una etapa anterior a la democracia y al derecho: cómo se configuran o cómo se conservan las fronteras es una cuestión política. Esto no quiere decir que la cuestión legal sea irrelevante; sólo quiere decir que hay un problema político de fondo, que, en términos filosóficos, es ineludible.
Por lo demás, simpatizo con esa idea de que catalanes, andaluces, extremeños o madrileños formamos parte de una misma comunidad política y espero que siga siendo así durante largo tiempo.
Da la sensación de que un cierto sector del catalanismo, el más radical, pretende crear una realidad de facto (una hipotética república independiente) por el mero hecho de hablar insistentemente de ella. ¿Cree posible en la Europa de 2018 crear una realidad nueva a partir del “convencimiento” de millones de personas, aunque ese convencimiento sea incompatible con la realidad actual?
Diría que no es suficiente con que haya dos millones de personas convencidas para que haya una república real (por cierto, no creo que los dos millones de independentistas estén convencidos de eso; una cosa es ser independentista y otra, como dicen en Cuba, "tener tremendo pase a tierra", o sea, estar loco). Diría que lo importante, de hecho, es aquello de lo que están convencidos Trump, Merkel, Putin, Macron o May, así como sus respectivos asesores y los jueces y funcionarios públicos de esos países. Es sobre todo su convencimiento el que fabrica realidad.
¿Le ve alguna posibilidad de éxito a la Crida de Puigdemont?
Yo diría que ERC está, por el momento, lo suficientemente fuerte como para resistir el embate de Puigdemont. Y la razón, intuyo, es que Junqueras aún controla el partido. Pero si se pasa una larga temporada en la cárcel, lo va a perder y, si eso ocurre, ERC perderá cohesión interna, estará más débil y se puede convertir en una presa fácil para Puigdemont.
En cuanto a la CUP, creo que han demostrado que no se dejarán absorber por Puigdemont. Así que, ahora mismo, no creo que la Crida esté en condiciones de fagocitar a todo el espectro independentista. Pero me parece que mucho depende de la fortaleza a medio plazo de ERC.
¿No cree que ese movimiento es puro totalitarismo “posmoderno”?
Pues todo depende de cómo evolucione. Podría evolucionar hacia algo como el Scottish National Party, que es un movimiento independentista transversal, aunque no sé si posmoderno, y no creo que tenga nada de totalitario. Aunque estando Puigdemont a la cabeza, me temo que la Crida no va a evolucionar precisamente hacia la vía escocesa, sino más bien hacia un neocarlismo con una relación, por decirlo de una manera elegante, informal y posmoderna con algunas reglas democráticas elementales y con un ninguneo cada vez menos disimulado hacia los catalanes no-independentistas.
¿Tan diferentes son los catalanes de los españoles o se han exagerado esas diferencias por motivos políticos?
A mí, las diferencias entre españoles y catalanes me parecen nimias, incluida la cuestión de las lenguas: ambas son latín mal hablado. De hecho, el unilateralismo de la última fase del procés consistió en dar una tenue pátina de sofisticación a esa salida tan española del “por mis cojones”. Diría que, para la bueno y para lo malo, los catalanes y los españoles somos muy parecidos. Aunque quizá mi propia biografía —hijo de un andaluz y una catalana— me esté sesgando en este punto, quién sabe.
¿Cree que el nacionalismo es, en esencia, un tipo de ultraderecha, como sostienen algunos analistas?
No me parece que, en términos esenciales, ser nacionalista signifique ser de ultraderecha. Todo ultraderechista es nacionalista, pero no todo nacionalista es ultraderechista. Y ni ERC ni CUP son sociológicamente ultraderechistas. Esto no quiere decir que entonces el nacionalismo ya no me parezca una mala idea. Pero sí quiere decir que no todas las malas ideas son de ultraderecha.
Se suele hablar muy bien de la estrategia comunicativa del nacionalismo, de la plasticidad de sus performances… Pero llegado el momento de la verdad, muy pocos en Cataluña han parecido dispuestos a pagar el precio, en vidas y haciendas, que implica una ruptura unilateral con España. ¿Cree que el catalán, un pueblo esencialmente burgués, será capaz algún día de superar el fetichismo de los lazos y las performances y conseguir la independencia?
Hace unos meses dije que la independencia será burguesa o no será. Ya no se trata de que los catalanes seamos acomodaticios y fetichistas, se trata de que, aunque no lo fuéramos, la correlación de fuerzas asegura la derrota del independentismo. Así que, en lugar de presentarse como el penúltimo pueblo oprimido de Europa y toda esa parafernalia que imita las formas revolucionarias en una de las comunidades más ricas del sur de Europa, los independentistas harían bien en asumir que los catalanes somos burgueses y decidieran actuar con una estrategia consecuente.
Si Cataluña es algún día independiente lo será porque los favorables a la independencia habrán llegado como mínimo al 65 o 70% y sus representantes políticos, un montón de gente con traje, acordarán de forma muy burguesa los términos en un despacho con los representantes del Gobierno central. La independencia de Cataluña, si llega, no tendrá mucha épica.
Supongamos que el PSOE ofrece lo que puede ofrecer. No una reforma de la Constitución en el sentido deseado por el nacionalismo, porque no tiene ni tendrá los votos. Pero sí una reforma de la financiación y algunas competencias más. ¿Cree que el nacionalismo se dará por satisfecho con ellas?
No creo que importe mucho si se dan por satisfechos. Hay que hacer las políticas que uno considere adecuadas, con independencia de los caprichos del nacionalismo. Si uno considera que es necesaria una reforma del financiamiento, así como la cesión de algunas competencias y, en mi opinión, convertir las lenguas minoritarias en lenguas de Estado, hay que hacerlo porque es necesario y políticamente adecuado. No veo por qué habría que esperar a que los nacionalistas pidieran esas cosas para que se implementaran; de hecho, sería estratégicamente inteligente avanzarse.
Por otro lado, hay una idea contra esas reformas que se repite mucho y con la que, a pesar de que entiendo de dónde proviene, estoy disconforme. La idea, que quizá está latente en lo que tú me preguntas, es que no vale la pena hacer esas reformas porque eso no saciará a los nacionalistas. Supongamos por un momento que fuera verdad. ¿Por qué tendrían que quedar en algún momento saciados los nacionalistas y en cambio no, pongamos, la derecha en sus pretensiones de liberalizar más el mercado de trabajo? Se le exige a los nacionalistas que, llegados a cierto umbral, sus pretensiones dejen de ser nacionalistas, pero no se le exige a la derecha o a la izquierda que, llegados a cierto punto, dejen de ser de derechas o de izquierdas en sus demandas políticas.
Quizá yo estoy perdiendo algo de vista en esta cuestión, pero en principio me parece una asimetría injustificada. Sería como decirle a alguien de derechas: “No voy a abaratar el despido laboral porque luego me vas a pedir que los comercios puedan abrir en domingo”. Otra cosa es lo que ocurra en una eventual negociación política, en la que uno puede o no conseguir materializar las pretensiones, pero negar de entrada esas reformas porque los nacionalistas van a seguir siendo nacionalistas me parece un poco extraño.
Haga por favor de Nostradamus. ¿Qué cree que ocurrirá este otoño?
Puigdemont va a intentar montar un pollo detrás de otro para embarrar lo máximo posible el escenario político. Y esos pollos serán trampas para las instituciones del Estado de derecho: conviene no dejarse impresionar ni sobrerreaccionar ante ellas. La estrategia será muy parecida a la del otoño pasado: provocar y provocar con cosas, a diferencia del otoño de 2017, básicamente no delictivas (declaraciones agresivas, feos al Rey, etc.) para que alguna institución del Estado se exceda en sus funciones y así Puigdemont pueda presentarse ante el mundo como el presidente exiliado de una nación oprimida y bla, bla, bla.
Si la cosa se pone más fea y los pollos de Puigdemont amenazan el autogobierno de Cataluña —como hicieron el 6 y 7 de septiembre de 2017— o suponen desobediencia o alguna acción presunta y genuinamente delictiva, veo mucho más probable que ocurra antes otra aplicación del 155 que una convocatoria de elecciones por parte de Torra.
Permítame una provocación. Yo soy un pragmático. Creo que las lenguas no son cultura, sino herramientas para “fabricar” cultura, y que por lo tanto son reemplazables por otras más útiles cuando dejan de servirnos. ¿Por qué no deberíamos dejar que el catalán y el euskera y el gallego, simplemente, se extinguieran, como sucedería antes o después en circunstancias de “libre mercado” lingüístico en un mundo cada vez más globalizado?
Además de un pragmático, ¡es usted un creyente en una entidad supranatural llamada libre mercado, ja!
Incluso en el caso de que fuera verdad que existe el libre mercado lingüístico y que las instituciones públicas no son intervencionistas en esta materia, algo que me parece un cuento de hadas escrito en Chicago, me seguiría pareciendo que se pierde algo valioso cada vez que se pierde una lengua. Y no, no creo que lo que se pierda cuando se extingue una lengua sea una forma de vida. Es algo que usted ha mencionado: se pierde una herramienta para fabricar cultura; pero la diversidad de herramientas parece necesaria para producir diferentes expresiones culturales. Si renuncias a algunas herramientas, renuncias a una parte de la cultura. ¿Por qué deberíamos hacer eso?
¿Cómo se analiza en México lo ocurrido en Cataluña?
Pues hay disparidad de análisis, como se puede imaginar. Están los que simpatizan con la causa independentista porque —no es broma— creen que, en esencia, España es la misma que en el siglo XVI o XVII.
Pero también hay análisis más ponderados, gente para la cual resulta por lo menos exótico decir que Cataluña, a día de hoy, es un país ocupado. También hay gente que, sin demasiados aspavientos ni acusaciones extemporáneas, simpatiza de forma razonada con el referéndum de secesión.
Y, luego, hay perplejidad absoluta cuando desde México, un país en el que sólo en 2017 murieron decenas de miles de personas por la violencia del narco, se escucha decir al president Torra que Cataluña vive una crisis humanitaria.
Me gustaría alejarme un poco de Cataluña. ¿Qué opina de la exhumación de Franco que pretende el PSOE? ¿Cree que es algo más que una operación de marketing?
Pues no creo que sea, ni de largo, la cuestión más importante, ni la más urgente, que hay en España y, en ese sentido, tiene algo de operación de marketing. Pero ninguna de esas dos cosas me hace pensar que no esté bien lo que va a hacer el Gobierno.
Se mire como se mire, la situación heredada es una anomalía, y no sólo simbólica, en una democracia consolidada. Lo idóneo, claro, sería que no se hiciera a través de un decreto, sino tras una larga deliberación en el Congreso que culminara con la misma decisión. Pero las circunstancias son las que son y la aritmética parlamentaria es la que es.
El populismo de izquierdas español le ha puesto la proa a la Corona y la Constitución. Parece que se pretende una nueva Transición que, a diferencia de la de 1978, no sería pactada entre derechas y izquierdas, sino que correría a cargo en exclusiva de la izquierda. Es decir: se pretende repetir lo ocurrido entre 1932 y 1936 expulsando de la vida pública a la derecha (esta tesis es de Stanley G. Payne). ¿Está de acuerdo con este análisis?
Sí, en lo esencial estoy de acuerdo. Parte de la izquierda española es adicta al perfeccionismo político, a la idea de que todo aquel resultado que no concuerde exacta y geométricamente con sus posiciones es inaceptable. Es lo que ocurre con el juicio retroactivo acerca de la Transición: fue un fraude, una claudicación, una bajada de pantalones, etc. Parece que se necesiten calificaciones superlativas para no tener que admitir una obviedad: fue un acuerdo imperfecto y difícilmente podía ser otra cosa.
Y en esa eventual nueva Transición, a lo único que tiene sentido aspirar es a otro acuerdo imperfecto con la derecha en el que todos ganemos algo y nadie tenga que renunciar a todo. Más vale que los que estamos en la izquierda nos vayamos haciendo a la idea de que el acuerdo será impuro, imperfecto, o, simplemente, no habrá una nueva Transición.
Todo lo dicho hasta aquí, se aplica también, por cierto, a cierta derecha, igualmente purista. El imperfeccionismo y la impureza es la gasolina de la mejor política. Como dice Valentí Puig, “mai serem prou agraïts amb els que no pretenen tenir solucions pures” (“nunca estaremos lo suficientemente agradecidos con aquellos que no pretenden tener soluciones puras”).
¿Cuál cree que es el principal problema de España ahora mismo, excepción hecha del independentismo catalán?
Buff, qué pregunta. No sé si es el principal problema, pero para mí, tras los años de los recortes, la reconstrucción de un Estado del bienestar lo más robusto posible debería ser un problema prioritario.