El juicio del procés, pese a transcurrir en paralelo con la campaña electoral más crispada, incierta y caótica en décadas, no deja de ofrecer al observador momentos memorables, a la par que sumamente instructivos sobre la condición humana general y sobre la particular de quienes en él intervienen.
Uno de ellos se produjo cuando un testigo, guardia civil, hizo notar que en uno de los correos electrónicos que circulaban entre los impulsores y organizadores del referéndum ilegal, para organizar con la mayor eficacia posible el sarao insurreccional disfrazado de yincana festiva, se advertía de la conveniencia de interponer personas mayores y niños frente a la acción policial. Su testimonio excitó el celo de uno de los abogados defensores, que instó a que se le confrontara al testigo con la supuesta falsedad de su deposición. Resultó que el correo decía "gente de todas las edades".
Bien. Desde que el hombre es hombre y dispone del arma del lenguaje, y desde que este se usa para apuntalar sus ideas y sus querellas, no faltan quienes acuden al debate dispuestos a centrarlo en minucias literales, que acreditan lo ayunos que se encuentran en sus planteamientos y posiciones de verdaderos y sólidos argumentos.
"Gente de todas las edades" es un sintagma que incluye, y de qué manera, a niños y ancianos; y si a alguien le queda alguna duda, no tiene más que examinar las muchas imágenes del 1-O, fotográficas y videográficas, en las que se ve a criaturas y personas provectas estratégicamente colocadas en la vanguardia extrema independentista frente a los feroces agentes del Estado represor, que por fortuna han sido adiestrados para minimizar los daños en la gestión de masas incontroladas.
Con su disquisición sobre la posible exclusión de la primera y tercera edad de la alusión a todas ellas, renunciando no sólo al sentido común sino a la interpretación según el sentido propio de las palabras consagrada en el artículo 3.1 del Código Civil, el letrado actuante se suma a una larga tradición jurídica, la de esos togados que no ven otro modo de respaldar las pretensiones de sus defendidos que tratar vanamente de embarrar y enredar la controversia.
Tal proceder procura dilaciones y molestias en la tarea de hacer justicia, pero rara vez sirvió para ensombrecer lo sustancial y tampoco sirve aquí para ocultar que existen entre nosotros gentes dispuestas a invertir los valores de humanidad que exigen amparar a los más débiles para exponerlos, usarlos como ariete y colocarlos en el centro de la refriega política.
Feo está hacerlo con las personas mayores, pero al menos estas, salvo que se hallen incapacitadas, gozan de sus derechos y tienen plena capacidad de obrar. Mucho más alarmante, y a la vez escalofriante, es la soltura con la que se arroja al torbellino a niños que se encuentran bajo la patria potestad y que aún no han terminado de conformar su personalidad ni han accedido a la madurez que los hace dueños de sus actos.
No sucedió sólo el 1-O. Es pavoroso ver cómo se realizan ante ellos, una y otra vez, esas acciones de desprecio y acoso al rival político que parecen haberse convertido en la triste moda de esta campaña.