Una pareja de conocidos rompió de la forma más literaria posible. Tres semanas antes de la boda, ella ha decidido que no se casa. Él, un amigo en stand by, tomó la decisión un poco antes, pero no lo dijo a nadie: desde hace seis meses vivía con otra la vida peligrosa del agente doble entre mujeres. Los diez años juntos se hicieron largos, y no pretendía pararlo justo ahora que iban a comprometerse para siempre. Nadie esperaba eso de un tipo forrado de convicciones que negaban la escapada. Es típico hablar de vida paralela: siempre imagino a alguien escondido en un vagón.
En el inicio de la relación participamos todos. Se selló a dos habitaciones de distancia del salón en el que nos bebimos primero de carrera. Aquella casa olía a cuerpos sin ventilación. Volvieron blancos, derrotados. Una noche, él nos amenazó con una botella de John Cor, el whisky barato al que nos agarrábamos para pasar mayo. Tuvo la culpa una broma sobre el asunto enredado entre ella y yo. Luego, desaparecieron, salvajes, ácidos, como los novios que desconfían del mundo exterior, arruinando nuestra amistad, que había hecho fortuna por Córdoba hasta que volaron los cuchicheos.
Ángel Garrido parecía también el chico formal incrustado en la vida aburrida. En los partidos hay un ecosistema de egos muertos cuya función es mantener la parte brillante. Garrido tenía un lugar asignado en las siglas porque las tragó mucho tiempo, era una P muy bien peinada. Asumió presidir la Comunidad gastando el perfil bajo que había acumulado durante tres décadas. Resolvió la crisis de los taxis haciendo lo que mejor saben hacer estas criaturas: esperar a que se vayan los taxistas o que te dejen las novias. Esperanza Aguirre y Cristina Cifuentes lo encontraron perfecto: cuando hablaba sólo se escuchaba el himno del PP, que le salía por la boca como a un Action Man eficaz y blandito. El flequillo delataba que no había demasiada ambición bajo aquel páramo. No llevaba deletreada en los bolsillos la palabra traición.
Cuando apareció en la sede de Ciudadanos, me alegré. Ya es la hora de empezar a vivir, parecía decirle al mundo. Tiró por la ventana el premio de Bruselas, un exilio millonario del que se deshizo sin avisar, yéndose a la trinchera que le surgió al PP por el centro. Hizo lo inesperado: prefiere asumir lo que es como número 13 cerca de casa, que irse de cuatro tan lejos, sintiendo que no encaja. El partido de Rivera colecciona desaparecidos esperando que funcionen, como el Milan de 2011. Seedorf, Ronaldinho y Garrido.
“¿Qué hay de lo mío?”, fue lo último que dijo en Génova. El político medido, acostumbrado a vivir detrás, resignado a su función de sombra, pidió lo suyo, como mi ex amigo aquella noche, cuando por fin encontró la salida a tanto tiempo de secundario en el invernadero. Esta semana han resucitado dos hombres.