Como lectores, somos conscientes de la huella que un libro puede dejar en nuestros cimientos: el antes y el después, el olor y el sabor. Algunos sueñan con situarse al otro lado, pariendo historias. Pero los escritores son seres extraordinarios, dotados de unos superpoderes vetados al resto de los mortales, con una sensibilidad fuera de lo común y algo muy importante que contar. No como nosotros. A quién le voy a interesar. No tengo lo que hay que tener.
Y, sin saber muy bien cómo, un 23 de abril te encuentras firmando ejemplares de tu novela en la ciudad que te vio nacer, en esas Ramblas que paseabas de pequeña, rosa en una mano, pa de Sant Jordi en la otra. Y tú eres la que está al otro lado de esa mesa, bolígrafo en mano, incrédula, con tu nombre en un membrete y una hilera de gente delante, esperando entre los empujones de la multitud a que estampes un rayajo en su libro, ese que tú escribiste mientras seguías con tu vida de persona ordinaria que cocina, lleva a sus hijos al colegio, pone lavadoras y viaja en metro. En algún momento se te ocurrió que quizás podías contar algo que nadie había contado. Y lo hiciste. Y te leyeron. Y seguiste escribiendo, lo convertiste en tu manera de respirar. Ahora escribes porque no puedes no escribir. Lo harías aunque nadie te leyera y lo haces a pesar de que te leen. Encontraste el sillón desde donde ver el mundo y también aquel en el que te sentarías para describirlo. Y te creció un traje de super escritora debajo de la ropa y empezaste a ver realidades que los demás no veían y a oír sonidos que los demás no oían. Ahora eres una antena gigante que capta señales del exterior y también del interior con una intensidad y una claridad tremendas.
El mundo se ensanchó más allá de lo imaginable porque te convertiste en múltiples personajes. Aprendiste que se puede contar más allá de lo escrito porque, en ese camino de la literatura que Rosa Montero describe como amargo, decepcionante y, a menudo, humillante se encuentran los hilos que manejan tus entresijos y también los que te conectan con tu lector. La complicidad con el desconocido que, tan desnudo y vulnerable como tú, se rinde ante las palabras que antes te poseyeron a ti. Él subraya pasajes que ya no son solo tuyos, que son de todos, y esa exposición en rotulador fosforescente no resta intimidad, sino que la potencia. Te ha entendido mejor de lo que creías posible. Podría haberlo escrito él, pero no lo ha hecho, para eso estás tú, para volcar tu vida en la vida de otros y generar una antes y un después, un olor y un sabor. Para que se mire en tu espejo y sienta que son sus alegrías, sus tristezas, sus amores, sus desgracias las que tú estás dibujando. Para que os fundáis en dos caras de la misma moneda.
Podrías detallar cuál era tu rutina antes de dedicarte a escribir, a qué hora te levantabas, a qué destinabas las horas de tu agenda, pero te es imposible recordar quién eras. No sabes para qué te levantabas cada mañana, de qué estaban hechos tus sueños o si los tenías. Has olvidado desde dónde observabas esta vida que ahora solo concibes como una concatenación de historias que se entremezclan con la tuya. Tú no sabías que se podía ser tan feliz. No tenías ni idea de lo surrealista y sanador que es crear algo que antes no existía, cuán superlativo es colarte en los corazones ajenos desde el propio, que la vida es mucho más vida cuando decides escribirla.