Pocas cosas más claras que un pitillo a oscuras. Sonaban las campanas de Costa Leandro cuando encendí el último Lucky de Díaz Yanes, el hombre estanco al que alguna vez me gustaría copiarle el tono de voz. Los años agarrado al fumeque le han configurado la sombra: aparece como un santo con máquina de humo. Guarda siempre un arsenal, tres paquetes como tres biblias en los que se va consumiendo mientras explica la vida. El pasado es un espejo. Los pone encima de la mesa, ofreciendo la baraja que lleva marcada nuestra suerte. Encenderse un cigarro a su lado no tiene ningún misterio, no hay ritual ni nada parecido, pero me siento un privilegiado porque me asomo a la España que dice adiós: ya no queda nadie tan de izquierdas y tan taurino.
Voy camino de cumplir los 30. A veces convierto estos artículos en diarios de mis obsesiones con el reloj. No entiendo muy bien qué, pero algo se me escapa en los últimos coletazos de la veintena. Llego tarde a buscarlo, como casi siempre, perdido todavía en la distopía de las provincias: Madrid es grande. Creo haber encontrado un rastro en el cigarro de las conversaciones, tonteando con el tabaco a la edad en la que ya vienen de vuelta de la adicción aquellos adolescentes del esquinazo en los recreos. Siempre los miré con un poco de envidia. Le olían las uñas a Pilar, la mujer de cuando fuimos niños, al volver del baño.
Fumo ahora como si me quedara muy poco tiempo para hacer la última gilipollez, tratando de apoyarme en el humo igual que Manzanares padre. A mí me gustaría fumar como él, cerrando un poco los ojos antes de decir una frase definitiva. En la suite del Lebreros producía colillas rodeado de tabaco, el incienso de la torería latente. Entiendo el cigarro como novelillas que protagonizar a golpe de mechero. Evito la horterada de fumar después de comer. Fumar es el hábito idiota que transporta la realidad a una pequeña parcela de literatura. Por eso es impresionante.
Chenel le fumaba a Romerito en la cara, el toro gigante al que enganchó a la nicotina para chantajearlo. Pórtate bien, le decía mientras los pitones palpaban el paquete blando en el bolsillo de la camisa. El mechón blanco le amarilleaba, quizá sólo le quedara blanco el toro de Osborne, cargados los pulmones del alquitrán con el que asfaltó la leyenda. Daba gusto ver fumar a Antoñete, colgado del humo, un tubo de escape del miedo. La otra noche en esa niebla flotaba el torero del Winston, asomado a un resquicio de vida. ¿Cuántas veces habrá cogido el pitillo así Díaz Yanes delante de él? A veces se roza los labios, en el tic esparcido por tantas madrugadas. La Movida quebró hace mucho. Ya quisiera frotar el Camel y que apareciera de nuevo aquel genio.