La única hoguera que salto en San Juan es a mi abuelo Juan, el tótem de las mejores horas del verano, que arde sin humo. Sentada a su lado, la familia se toma las uvas del calor, en Montoro corre una brisilla inédita hasta ese momento y él inaugura y clausura el verano preguntando si ya es hora de irse a dormir.
Abomina las formalidades, amasándose la leyenda de viejo libre, canalla y un poco esaborío, prácticamente el paraíso de la tercera edad. No obedecer a tus hijos cuando pasas los 80 debería recogerlo la Constitución. Ya me gustaría abanicarme la mala educación y la ironía cuando no me queden dientes. Las camas de hospital, los pañales, las miradas perdidas son un tópico repetidísimo en las últimas líneas que él va apartando. Hay hombres conscientes de que a ellos no les va a pasar determinadas cosas.
Este abuelo, el último abuelo, Juan, prefiere mirar a los nietos como si fuésemos un accidente, seis cachorros que llegaron de casualidad a su mundo de bestias y campos y ya se han hecho demasiado grandes. Algo de filosofía materialista hay en dolerse las propinas como si se le cayeran las uñas: el dinero es su reserva de vino; los hijos de sus hijos, una construcción que quizá no exista.
Guarda el fino de Gracia custodiando un tesoro, la recompensa que se ha dado por la infancia que pasó arando, hablándole en voz baja al trigo, subido a esos mulos infectos que le abrieron la cabeza. Trabajar nunca fue una obligación, al contrario, lo tenía escrito en las yemas, venía tatuado sobre los primeros pasos, era natural: no había otra opción. Por eso los callos, las durezas en las manos dobladas por las ramas de los olivos que le sobrevivirán, nuestra herencia que viene de los siglos, su legado que deja para los siglos, cumpliendo -se supone- con el mito de los nietos.
Sólo hay un verano definitivo en todo el verano: a finales de julio ya llega el olor del Otoño. Siento el cosquilleo de siempre por San Juan, huelo las piscinas, los partidos de tenis, los helados en el parque. El pasado flota pegado a la fecha que mantiene en pie Juan, casi centenario, buscándose en los bolsillos las razones de la longevidad. Tiene la sensación de haber fallado después de hacer lo posible por morirse antes. Empieza a creerse invencible. Gana con resignación, dejando abierto el primer resquicio.
El sábado, adelantada la cita, volví al lugar de todos los años, a empezar y acabar el verano. La hoguera arde igual. Cada 24 de junio está en el mismo sitio, preguntándose qué hizo mal, por qué nos ve las caras de nuevo. Lo llevé a casa. Conducía su coche. Al aparcar, dos semanas antes de cumplir los 30, me puso la mano en el muslo. “Gracias”, dijo, casi arrepintiéndose, su única concesión desde que nos conocemos. La investidura fue rápida. Supongo que ya soy un adulto.