El padre se jugó todo lo que tenía por cambiar de vida. Entrar de noche a un río sujetando a un hijo es lanzar los dados muy alto, pero hay existencias sin término medio: existir o no. Asomarse a esta tragedia debajo del aire acondicionado es una tomadura de pelo. Tratar de identificar la ansiedad de poner un pie en el agua interpretando la oscuridad, el ruido de un río, como si fuese literatura, cruel. Nosotros estamos a gusto con el mundo que nos hemos dado y a veces llegan estas imágenes como de otro planeta.
Muere gente literalmente por alcanzar sus sueños, no es una frase pretenciosa y horrible pegada a una taza de Mr. Wonderful, la fábrica sentimentalista de los que necesitan doparse con cursiladas para superar el bienestar.
A esos sueños los llamamos necesidades básicas y a mejorar, buscar oportunidades. Sólo tenerlas más cerca es suficiente para arriesgarse a morir, al generosísimo egoísmo de meterse en el agua con un chiquillo de dos años. La casualidad de nacer, las condiciones que se sortean, obligan a la mitad de la civilización a montarse sobre las pulsiones atávicas, a superar la barrera de la naturaleza, retrasar el reloj de la civilización, si quieren sobrevivir, mejorar, ofrecer algo bueno a los niños.
Niños concretos, no las generalidades horribles de nuestra era. Niños apretados contra el cuerpo de sus padres. Morir es mejor que vivir así, nos dicen los que se quedan a mitad de camino, los dos cadáveres estancados en la orilla. No hay cinismo suficiente para acercarse a esa fotografía. Sólo la camiseta ya convierte la imagen en algo extraño: apenas llega una resaca del desarrollo a algunas personas.
Observamos la realidad filtrada por nuestras referencias. Que aparezcan los cuerpos de un padre y su hija mezclados en la orilla, flotando, encharcados, no forma parte de las situaciones normales. Aquí los chavalillos llevan manguitos y el padre grita desde el borde de las piscinas. Los ríos son metafóricos. Cuántos ríos imaginados habrán cruzado nuestros padres para ponernos a salvo. En la fórmula nunca estaba morirse.
Además, si lo hubieran conseguido, nadie les iba a reconocer la hazaña. La deportación no es ninguna medalla. Cruzar el río de noche sujetando al hijo es la gran aventura para terminar con la vida vieja. Luego, queda reducida a una simple aventurilla frente a lo que se les venía encima: ser aceptados, adaptarse, alcanzar la gloria de entrar, de un modo u otro, en la mitad privilegiada. Esas circunstancias son inexplicables. Nosotros nunca sabremos qué se siente.