El final de las vacaciones es una goleada en casa. El otro día en el aeropuerto, en la cola de embarque, éramos muchísimos derrotados. Cantaba el día a lunes, el sol parecía dar la luz del otoño: el verano se acaba en julio, el resto es prórroga. Por Vigo venía también el olor a peregrino, la espera mantuvo una atmósfera nostálgica y radioactiva, mezclados los sabores amargos de la resignación y algún sobaco traspapelado mal camuflado por los mochilones. Que andar no redime ya lo sabíamos, estábamos en el mismo lugar, tanto quienes habían desaprovechado el tiempo, consumiendo día a día sus etapas, como los que aprovechamos mejor el verano, una época de oportunidades que no hay que desperdiciar siendo demasiado exhaustivo.
En comparación, algunos perdíamos por menos. La vacación es el momento perfecto para ser un poco cínico, despreocupado, mirar la vida como si la vida nos mirara a nosotros. Si la tristeza va a ser igual pasando el control de seguridad, arrastrando la maleta, no hay motivo alguno para aplicarse demasiado: agosto no es el mejor momento para intentar ser mejor persona. Me concentré tanto en ser el mismo, o incluso peor, que pasé una tarde mirando al sol ponerse, exclamando palabras de admiración, haciendo sonidos y hasta creo que posé en una foto disimulando, distraído, como si no supiera que desde atrás estaban sujetando un móvil.
Al fondo, eran ya casi las diez de la noche, seguía bajando el sol, y hubo cuenta atrás, no éramos muchos, quizá once, y entonces pensé en lo patéticos que son algunos de los momentos más impresionantes. Como la naturaleza también nos gana siempre, reduciéndonos sin hacer nada especial. Se puso el sol con la tranquilidad de saber lo que funciona.
Esperando la orden de embarcar, todos juntos, incluida la señora más guapa que he visto este año, una mujer estadounidense que vestía de gris como visten de gris las personas interesantes, por tonos, y su hijo, el hombrecillo que le daba conversación y al que sólo le pude entender un “yeah” líquido, palmábamos otro año más, como si no supiéramos que descansar tiene trampa: en los mejores momentos pasa el rayo de la vuelta. Lo anuncia El Corte Inglés relamiéndose, la publicidad parece escrita por sus dependientes veraniegos.
Mi amigo Juan Baena, que en las tardes de julio va andando hasta la oficina atravesando los incendios de asfalto de Córdoba, prefiere no tener vacaciones antes que verse obligado a acabarlas. Eso dice, después de andar un kilometrillo diario a cuarenta grados, y puede que tenga razón: no hay nada más demoledor que el contraste entre el moreno de la piel, las ropas fluidas, el espectro de la felicidad, y la rutina que respira, acechando. Así somos como extras perdidos de Cinecittà.
El coche, camino del avión, marcaba 180. Volábamos antes de despegar por un error con los relojes. Me hice el dormido, botábamos por la autovía. Por un momento pensé que matarse sería la excusa perfecta para no aparecer un par de horas después en la redacción. Me relajé asumiendo que quizá fuese mejor morir con 30, envuelto en el amasijo de hierros del coche, todavía con algunas promesas pendientes, que cincuenta años más tarde, cuando no quede nada que aclarar. Ni si quiera por qué sigue sorprendiéndome que se acaben las vacaciones.