Es más que recomendable, desde cualquier punto de vista, hacerse a uno mismo el regalo de volver a paladear las cinco temporadas de la obra maestra de la narración televisiva: The Wire, la serie de David Simon y Ed Burns sobre el narcotráfico en Baltimore, ahora disponible en una versión remasterizada que permite apreciarla en todo su esplendor. Lo que resulta algo inquietante, aquí y ahora, es volver a ver la cuarta temporada, en la que entre otras cosas se nos cuenta una campaña electoral para decidir la candidatura a la alcaldía de la ciudad. Crudo es el retrato del político a la desesperada caza del voto, por todos los medios confesables e inconfesables, y más cruda todavía es la descripción de cómo pueden llegar a chocar el interés público y la agenda partidista, cuando de llegar al poder se trata.
Asistir a la lucha sin cuartel entre el aspirante Carcetti y el alcalde Royce, los contendientes de la ficción, teniendo en mente la campaña electoral interminable en que vivimos los españoles, invita por igual a la melancolía y a no esperar demasiado de las semanas que tenemos por delante, y por extensión, de los meses y hasta de los años próximos. +
El escenario tras el derrumbe del viejo sistema bipartidista, de mayorías precarias o imposibles, empuja a todos los partidos a una especulación permanente con los votos que pueden arañarse unos a otros. Esto desplaza del debate cualquier posible programa de gobierno, en beneficio de una política de gestos destinados a menoscabar la posición del adversario o a mejorar la marca propia de cara a las urnas.
En cierto modo, nadie da por buenos los resultados que han ido arrojando las elecciones que hemos encadenado en los últimos años. Unos aspiran a reforzar su hegemonía; otros, a no terminar de perder la que tenían, a alzarse como nueva fuerza hegemónica o a extraer un poco más de petróleo de la minoría más o menos decisiva que administran. Todos creen que pueden sacar más de lo que tienen hoy, aunque sea igualmente posible que saquen menos, y por eso no salimos del discurso desaforado y por momentos histérico que caracteriza a las campañas.
El último síntoma alarmante de este síndrome electoral del que no acertamos a librarnos es el mensaje que se nos acaba de lanzar a los madrileños para promocionar el subconjunto que los consejeros de ciertas siglas forman dentro del gobierno recién formado, y que se supone que debería ser uno y de todos los que vivimos en la Comunidad de Madrid. Cuesta imaginar un modo más grueso de poner la estrategia y la promoción del partido por delante de la acción de gobierno. Empieza a ser ya agotador el espectáculo de unos políticos a los que quizá les sobran ganas de instalarse en la gestión de la cosa pública y les falta grandeza de miras para desarrollarla en beneficio de la ciudadanía.