Hace ya bastante tiempo que Mariano Rajoy fue desalojado del palacio de La Moncloa, más de dos años, pero si no sucede algo muy sorprendente, y cada día menos previsible, nos plantaremos en 2020 ejecutando sus presupuestos, que hasta casi tres años después de su cese seguirán rigiendo la acción, o inacción, de un gobierno en funciones e incapaz, falto del necesario apoyo parlamentario, de poner en marcha un proyecto distinto.
Que a día de hoy, y quién sabe hasta cuándo, continúen en vigor las últimas cuentas que elaboró el por tantas razones poco añorado Cristóbal Montoro —en especial, perdónese el desahogo gremial, entre quienes viven de producir la única propiedad por la que no parecía tener estima, la intelectual, salvo a los efectos de sangrar a sus autores y regatearles luego la pensión— sería cosa de risa si no se erigiera en síntoma de nuestra tragedia. La de un país políticamente gripado y paralizado que ya puede ir abandonando toda esperanza de que sus muchos problemas y desafíos, algunos harto acuciantes e inminentes, encuentren en un plazo razonable de tiempo un cauce real de solución.
Los optimistas no dejan de subrayar que todas las mañanas del grifo sale agua, los enchufes dan corriente y hay en la calle y en las carreteras gente competente regulando el tráfico y en los hospitales y en las aulas profesionales también capaces tratando de paliar nuestros males y de enseñar algo a nuestros hijos; que nuestros números distan de ser los peores de la eurozona, y que al final tan importante no parece ser, en una sociedad compleja y desarrollada, la acción del gobierno. Veremos si ese optimismo, sin ánimo de ser agorero, resiste a la primera mala curva.
La situación es frustrante y hasta desesperante, ya, para el común de la ciudadanía. Sin embargo, haciendo un esfuerzo, se puede entender a todos los actores implicados. Se entiende que Sánchez no quiera ser presidente regalándoles a sus adversarios políticos de la derecha el martillo pilón de calificarlo a diario de tributario de los enemigos del país que trata de gobernar y socio de gabinete de quienes no toman distancia de ellos. Se entiende, también, que Iglesias no quiera aparecer como un líder terminal y tan hambriento que se deje contentar con unas migajas, a cambio de unos votos hoy por hoy vitales para el PSOE. No deja de entenderse, tampoco, la dureza con el único presidenciable de los tres tenores de la derecha: uno tiene que sacar a su partido del abismo electoral en que se lo dieron, el segundo está absorto en sorpasar o morir —y quizá esa sea su disyuntiva— y el otro no vino para componer nada, sólo para blandir la Tizona.
Lo que resta por ver, si el guión que todos y cada uno de ellos vienen representando no cambia dramáticamente, es qué es lo que entienden, o no, los que vayan a votar en noviembre. Tal y como está el patio y andan los ánimos, y aunque votar tanto y resolver tan poco no sea con carácter general buen asunto, quizá no esté del todo mal ir a las urnas y ver si nos aclaran algo.