David Gistau ha muerto como un boxeador. La muerte, a veces, habla mucho del que se lleva, y David Gistau era lo que ha sido y lo que ha escrito. El boxeo era una forma de vida y así se lo comentaba Manuel Alcántara en las noches malagueñas en las que, entre los Dry Martini, siempre salía un Legrá o un Frazier para templar la monocordia de Juan Cruz.
Gistau deja aquí a El Mundo huérfano, después de regresar a casa tras su paso por ABC. Como deja huérfanos a los oyentes de Carlos Herrera y la Cope, donde lucía su afilado verbo como antes lo había hecho con Alsina en los micrófonos de Onda Cero. Porque además de escribir, Gistau era una gran conversador.
Se fogueó en La Razón. Anduvo por Afganistán con textos vibrantes, pero siempre lo quisimos más en la radio o en el estadio. A Gistau se lo llevó Pedro J. en el 2005 a la Avenida de San luis y desde entonces ya nada fue igual en el columnismo patrio. Le puso un despacho, pero pronto dejó de fichar porque todo Madrid era su mesa de trabajo.
Se le veía en el palco de Chamartín, aunque nos dijo que lo mejor era escribir desde casa y con cervezas que inspirasen. Visitaba la dacha de Umbral, aunque fuera para cuestionar los consejos del maestro. Aprendió a ponerse casco de enviado especial al frente, pero también supo entrevistar al Hollywood más rutilante o al viudo de Deborah Kerr en un palacete de Marbella.
En los 50 años que Gistau ha sido residente en la Tierra, ha hecho de todo, la crónica y la columna y todo aquello donde las pulsiones del hombre pudieran contarse. Sus novelas, además, son realismo sucio y linimento de los gimnasios.
Gistau llegó a la cúspide del articulismo con una humanidad cachazuda, artículos macho y ninguna concesión al pensamiento débil o así.
Su periodismo de Cortes es una mirada, un ambiente, un olor y todo lo que da de sí un gallinero como el que tenemos. Y ahí queda en las hemerotecas para recordarnos que, de aquellos polvos, estos lodos.
Cuando paseaba por la calle llevaba cadencia de púgil, y generaba rubor su presencia amplia y rotunda en la barra acolchada del Palace
Cuando muere el hijo de Manuel Alcántara, cuando los periódicos van a ponerse más tristes de lo habitual, queda el consuelo de la obra bien hecha. En el género literario de ir contándose en el mundo, en eso que llaman articulismo, Gistau montó una escuela que no ha prosperado, aunque sus fans lloren hoy al hombre con más pegada de la prosa.
Gistau era grande y boxeador, con mucho de Buenos Aires en el alma. Elevó la crónica de fútbol a los altares. Nos hablaba de las rotaciones de Zidane en textos en los que desfilaban desde la señora de Rênal a Tony Soprano. Todo mezclado. En eso consistía ser hermano de la cofradía de una escritura que llamaron "cipotuda": en el valor, en el ingenio y en una forma de ver lo universal en 400 palabras.
La columna es el todo, y permite que se maquete como el género que se quiera y en la sección que se desee. Así lo entendió Gistau, quizá el Nuevo Periodismo que nos ha dejado desde la desmemoria más trágica. Dos meses en coma y la naturaleza nos hurtaba una de las cabezas más lúcidas de este oficio terminal que es el columnismo.
Ahora escribo esto con lágrimas y fanodormo, y entiendo que el columneo español va tendiendo cada vez más a un páramo. Gistau nos enseñó que los fuertes sí valen para este oficio. Y lo demostró felizmente casado y con cuatro hijos que le sacaban, entre el vértigo de la actualidad, una sonrisa de padre orgulloso que babeaba en los pasillos enmoquetados del Congreso. Luego, cuando paseaba por la calle llevaba cadencia de púgil, y generaba rubor su presencia amplia y rotunda en la barra acolchada del Palace.
Su última novela, Golpes bajos, vuelve al ring, que es la mejor escuela de vida y literatura desde Ignacio Aldecoa o desde que el marqués de Queensberry le pusiera reglas a los mamporros a orillas del Támesis.
Medio siglo para vivir es demasiado poco, aunque Gistau nunca hubiera envejecido y por eso veo con dolor una foto que nos tiraron en el nonagésimo cumpleaños de Alcántara.
Con casi cincuenta años se nos va el último resistente, el único que siempre le vetó la entrada a la cursilería. El mejor de su generación. Lloremos lo que él quisiera que llorásemos.