“Begoña Villacís, a trabajar al Burger King”. A mi lado, la vicealcaldesa de Madrid se partía de risa: en un Burger no, pero Begoña pasó su etapa universitaria doblando camisas en Zara.
Unos minutos antes, tres crías se habían sentado delante de la pancarta de Ciudadanos para impedir nuestro paso. Fue tan sencillo como levantarla y sortear a aquellas chiquillas que, me temo, tienen menos lecturas que rabia acumulada. Esa era la constante entre los hombres y las mujeres que nos insultaban ayer en la manifestación del 8-M: una considerable dosis de odio.
Un pobre señor que había decorado su calva y su cara con un montón de símbolos feministas escupía insultos a nuestro paso con un ardor guerrero que, me temo, escondía algún tipo de patología digna de estudio.
Otro señor, este entrado en años y tocado con una gorra escocesa, nos llamaba algo que no entendíamos, pero con cara de tan malas pulgas que estaba claro que no era ningún cumplido.
Había adolescentes airadas, algunas abuelas, mucha mujer de edad mediana: todas nos exigían abandonar un sitio que creían que les pertenecía: “Fuera de nuestras calles”, “fuera de nuestra manifestación”. La verdad es que, para ser de izquierdas, la grey que soltaba alaridos tiene un curioso sentido patrimonial de las cosas y los espacios.
Ayer, una vez más, nos echaron de la manifestación del Día Internacional de la Mujer. Una manada más bien cafre, que vomitaba odio y se ponía cada vez más violenta, tanto que la Policía Nacional nos dijo que “no podía garantizar nuestra seguridad”.
Por cierto, quizá el ministro del Interior debería dar una vuelta a esto: que su departamento sea incapaz de asegurar el derecho a la integridad de las mujeres de un partido político es como para que alguien con más redaños que Marlaska se ponga colorado. Pero ya sabemos que de Grande el ministro tiene sólo el apellido, así que mejor lo dejamos y seguimos las indicaciones de los abnegados agentes, que estaban viendo que allí podía arder Troya.
Poco a poco, las manifestaciones del 8-M empiezan a perder su sentido original –reivindicar la igualdad plena– para ser sólo fuegos de artificio sectarios en un ejercicio onanista de las izquierdas. Algunas de las mujeres con las que me crucé tenían mucho más interés en aplastar a las representantes de Ciudadanos que en reclamar más derechos, más libertad, más oportunidades.
Clara Campoamor renegaría de personajes así. O Doris Lessing. O Camille Paglia. Pero, ahora que lo pienso, da igual: me juego el cuello a que las niñatas que se sentaron en el suelo para cerrarnos el paso no tienen las menor idea de quienes son ninguna de las tres.
Las de la sentada representan el mundo chupi guay de la izquierda que nos viene, que celebra cumpleaños en los despachos y manda al guardaespaldas a calentar el coche antes de compararse con las cigarreras sevillanas por llevar al trabajo a la niña. La izquierda que se siente poderosa por decir “portavoza” y “miembra”, como si la igualdad se conquistara inventando palabros y presionando a la RAE para que admita sus delirios filológicos.
Cuando acabo de redactar estas líneas, ninguna de esas mujeres que dan lecciones de sororidad (Calvo, Montero, Rosell y cía.) habían criticado la violencia a la que nos vimos sometidas las representantes de Ciudadanos. Porque para ellas no somos sus hermanas. Somos sus enemigas, y nos tienen enfiladas porque no se les oculta que sabemos perfectamente de qué pie cojean.
Que nadie se llame a engaño: por eso nos detestan, por eso nos quieren fuera, por eso callan cuando nos acosan o animan sibilinamente a que se nos expulse del espacio público en el más peligroso ejercicio de fascismo.
Saben que peleamos por lo mismo que ellas, sólo que desde posturas sensatas y bien fundadas: las de mujeres que se han ganado la vida antes de entrar en política. Que saben lo que es defender la igualdad más allá de la pancarta, la consigna y el berrido.
En nuestro feminismo no sobra nadie. En el suyo sí, quizá porque en realidad es una simple herramienta para mandar y asegurarse el puesto.
Si esto sigue así, quizá las mujeres puedan llegar a casa borrachas y solas, a menos que sean de Ciudadanos, que entonces no tendrán derecho ni a salir a la calle.