Nos hemos conformado con esa tecnocracia verde de los Urkullu y los Feijóo. Por ambos discurre una pradería de caracteres hipotensos y una masa crítica que es borrega, con Sabino Arana o con los recuerdos gallleguistas de Fraga. Sorprende cómo ambos, después del secuestro civil de la pandemia, van quedando como hombres de paz y de palabra en tanto que el neocaciquismo ha brotado por las esquinas del Norte.
Lo que en Feijóo es bosque desanimado, ocultación de las banderas de España, en Urkullu es esfuerzo mínimo para seguir calentando la silla. Ambos son estafermos pospandémicos, y la socialdemocracia comodona y covachuelista ya los elogia por decir dos vaguedades y por no sacar a los muertos del derrumbe.
Son las de este domingo unas elecciones donde, en otro tiempo, yo hubiera andado reportajeando en Donosti. Pero acaso lo que saldrá del bombo es la confirmación del hastío como repulsa a Sánchez o como reafirmación del Dios, patria y viejas leyes con la letra pequeña.
En Argentina, en la Casa Rosada, ha habido más vascos que lehendakaris. Un dato que sirve para ilustrar que en el PNV quedan los camastrones para recoger las nueces. Decía Lorca que la peor burguesía de España era la de Granada y el pobre, ay, se ve que no conoció a los veletas carlistones de Neguri.
Lo que salga esta noche de las urnas deberá ser refrendado por el bicho Covid-19 en las fragas y en los caseríos. Son unas elecciones tristes, con la mascarilla a media asta, por mucho que Melisa Rodríguez se haya ido a las antípodas galaicas a predicar, o que en Vascongadas aún sigan practicando el noble arte de coser a pedradas al que ha tenido la desfortuna de creer en el Estado de Derecho.
Mañana, si Dios no lo remedia, dos nacionalistas le pondrán más aldea y bosque desanimado a la España de Dina. Veré el escrutinio por imposición o aburrimiento.