La vida pesa. Hay ciclos de gloria y de bajona. Hay silbidos de mouriñistas (todos tenemos un pasado), besos en la zona mixta. También ese fundido a negro, en Oporto, que fue aquel infarto que a todos nos sacó de la edad de la inocencia y nos confirmó que la vida iba en serio.
El niño de Móstoles, el rubiasco que habría de estar en las meninges más felices del recuerdo de cada español, deja el fútbol en un verano extraño. Veo la cara del Santo y veo dolor, imaginamos que por esa madurez que tan mal le sienta a los santos.
Iker Casillas tiene todo lo poco bueno que le queda a España; en su zona de los palos había una baraka telúrica por la cual el balón desobedecía las leyes de la probabilidad y besaba un tobillo o algo que estaba allí por intermediación divina. Y no había gol.
Las tuvo con los mouriñistas, como ya se ha dicho, la amistad con Xavi Hernández ayudó -involuntariamente- a blanquear al "lamejeques" (Paco González dixit), pero porque en la nomenclatura de los gigantes como Iker no entran las memeces de Xavi con los camellos, los emires y las arenas, y todo es en Iker o amistad o nada: Casillas fue elogiado por Kahn en sus inicios, pero también por Buffon en una coincidencia cataclismática de ese fútbol de antañazo.
Yo, en una novela lenta y augusta, le voy contando al hijo que me quiera escuchar lo que pasó en aquel campo reseco de Sudáfrica, una década antes de la nueva normalidad: cuando todo era posible. Se nos queda congelada a perpetuidad, helada, esa pierna de Iker que manda a Robben al pudridero de la Historia. Ahí creo que hasta nos ayudó Santiago apóstol y todo un país deshilachado que, por una vez, le ganó la partida al abismo. Y después de vivir y vivirse media historia en el desfiladero.
Lo que pasa en Johannesburgo no tiene por qué quedarse en Johannesburgo. Y el corazón tan blanco y tan dragón y tan Iker tiene ahora otras cuitas que son la vida y sus faenas. Las últimas fotos que he ido encontrando de Casillas eran las de un rostro triste, y quizá porque en estos diez años ha habido más amarguras que aplausos.
En su Instagram ha venido coleccionando atardeceres sobre el Duero -allá, Douro- y ha asumido esa idiosincrasia portuguesa que es la saudade, una melancolía que no es triste del todo, y que conmueve el alma de la lusofonía entera.
El infarto aquel, vuelvo a decirlo, nos sacó a tenazón de la edad de la inocencia, y el fútbol que tanto quisimos se nos volvió un torneo de estadios deshabitados. El puro páramo.