Edificio de la Universidad de Harvard.

Edificio de la Universidad de Harvard.

LA TRIBUNA

Universidades de elite americanas: ¿excelencia o desigualdad?

El autor explica cómo el modelo de las instituciones académicas estadounidenses más selectas perpetúan dinastías de estudiantes.

6 abril, 2021 03:10

Si Netflix, convertido en el nuevo Blockbuster, produce un documental sobre un tema cualquiera, es que nos encontramos frente a una cuestión candente. Es lo que ha sucedido con el recién estrenado Operación Varsity Blues: fraude universitario en EE. UU.., que investiga el escándalo protagonizado por algunos millonarios norteamericanos que fueron cazados en 2018 pagando sobornos para que sus hijos fueran admitidos en universidades americanas de prestigio.

Hace tiempo que Estados Unidos debate acerca de la función social desempeñada por las universidades de elite. Fundamentalmente las de la Ivy League de la Costa Este (Harvard y Columbia, por ejemplo) y otras de la Costa Oeste (como Stanford o la Universidad del Sur de California).

La contribución a la desigualdad de estas universidades es cada vez más cuestionada dentro del país. Algo chocante, si tenemos en cuenta que las universidades americanas pasan por ser las instituciones más admiradas del país en el resto del mundo, además de una de las principales fuentes de seducción y poder suave de Estados Unidos.

Solamente había que pasarse, antes de la pandemia, por cualquiera de estos campus un domingo cualquiera por la mañana para ver cómo se han convertido en centros de peregrinación para turistas de medio mundo en busca del Santo Grial.

Michael Sandel, premio Príncipe de Asturias y profesor de Filosofía Política en una de ellas (Harvard), es uno de los principales protagonistas de este cuestionamiento. En un libro reciente, La tiranía del mérito, dice que la peor parte del escándalo de los sobornos no es el escándalo en sí mismo, sino la idea de que existan una serie de lugares indiscutidos por los que la gente mata para colgarse la medalla del mérito.

Sandel se preguntaba si algo no huele a podrido en Dinamarca cuando las familias más poderosas y con el futuro resuelto se la juegan para que sus vástagos puedan ser admitidos en esas universidades, al precio que sea. Por supuesto, él se encargaba de aclarar que lo que está en juego no es tanto una vida fácil y confortable, algo que ya tienen garantizado de partida los hijos de estas familias millonarias, sino una suerte de porque yo lo merezco al estilo del legendario eslogan de L'Oréal.

Las universidades de elite son en buena medida responsables de que la reproducción social sea un mecanismo casi perfecto

En un libro de tema y título parecido, The Myth of Merit, el profesor de Georgetown Anthony Carnevale da varios ejemplos de cómo las llamadas universidades de prestigio se comportan como perfectas herramientas de reproducción social. Herramientas en las que la falta de diversidad de clase, étnica y cultural son la nota predominante, y en las que incluso las ayudas económicas basadas en el mérito se las llevan chicos de clase media-alta.

En ambos libros, son numerosas las citas y los testimonios de profesores (también de universidades de elite) que califican de dinastía al tejido social de estas instituciones y que las comparan con las formas que la aristocracia empleaba para mantener sus privilegios en el Antiguo Régimen.

En 2015, en su discurso de graduación en Yale, Daniel Markovits, uno de sus profesores estrella, dijo que “la meritocracia americana se ha transformado en todo aquello que se suponía que tenía que combatir: un mecanismo generacional para la transmisión de la riqueza y el privilegio”.

No es de extrañar que sean los profesores de estas universidades los más críticos con su función de estratificación social, dado que son ellos los que se mueven a diario en ese entorno privilegiado.

Aunque no puede negarse la grandeza y la apertura de miras de estas instituciones, que toleran que sus profesores estrella las critiquen en público, la realidad es que pueden permitírselo porque están por encima del bien y del mal.

Las llamadas universidades de elite son además en buena medida responsables, gracias a su credencialismo elitista (comparable a lo que suponían los blasones nobiliarios), sus barreras económicas y los pírricos porcentajes de admisión bajo unas reglas que favorecen claramente a los que ya están instalados en la cúspide, de que la reproducción social en Estados Unidos sea un mecanismo casi perfecto. Con la salvedad de unas pocas excepciones que sólo sirven de coartada para el apuntalamiento de la norma.

Las limitaciones de la Administración española tienen la virtud de evitar un sistema tan estratificado como el estadounidense

No son pocos los que coinciden en el diagnóstico acerca de la estructura de privilegio que estos centros promueven y perpetúan. Sin embargo, prisioneras de la idea de excelencia, y conscientes de que en un mundo cada vez más inseguro el acceso a estos centros constituye una de las pocas salvaguardas para la prosperidad y lo que se entiende como una buena vida, las clases pudientes de medio mundo no renuncian a enviar a sus hijos a estos centros y a sacrificarse lo que necesario para conseguirlo. Lo que consolida aún más las estructuras dinásticas.

Un subproducto indeseado de todas estas críticas, incluida la del documental de Netflix, es que contribuyen a cimentar el misterio y la leyenda de todas estas instituciones inaccesibles para el común de los mortales. Por la atención que generan, por su exclusividad y, ¿por qué no admitirlo?, porque aportan una distinción social y económica probadas.

Sandel proponía desvalorizar la importancia de estos centros. Sugería, aparte de las consabidas becas, implantar un mecanismo como el del sorteo para evitar que siempre lleguen los mismos (aproximadamente sólo el 3% de los solicitantes son aceptados en Harvard).

También proponía que los gobernantes estadounidenses (Barack Obama en particular) fueran menos papanatas con respecto a su inclusión puesto que “la historia atestigua un nexo bastante endeble entre la posesión de prestigiosas credenciales académicas, por un lado, y la sabiduría práctica, por otra”.

El desprestigio de las universidades españolas entre los propios españoles ha llevado a idealizar el sistema universitario norteamericano. Quizás excelente en parte, pero que también favorece la desigualdad social y una movilidad social más baja que la que existe en cualquier país europeo, incluido nuestro país.

En España, el debate aún parece lejano porque no hay universidades de elite (aunque sí escuelas de negocios que alzan barreras económicas y sociales relativamente similares).

Hay intentos en el ámbito privado de construir entornos privilegiados y selectivos, pero las cortapisas y las limitaciones de la Administración, tan negativas en muchos sentidos, tienen la virtud de evitar un sistema tan estratificado como el estadounidense.

Convendría, sin embargo, tener en cuenta que, como dicen en Estados Unidos, there is no free lunch (no hay almuerzo gratis). Si algún día surgieran instituciones en España de este cariz, eso supondría un acrecentamiento de la desigualdad que, además, contaría con la coartada del mérito. Para mayor arrogancia de unos y desolación del resto.

*** César García es profesor de la Universidad Pública del Estado de Washington.

Serigne Mbaye y el racismo madrileño

Anterior

¡Es la gestión, estúpido!

Siguiente