Ahora que nos hemos enterado de que la verdadera libertad estaba en prohibirlo todo y hemos casi aceptado que la izquierda nos señale el único camino correcto -siempre por nuestro bien-, hemos pasado de estigmatizar el consumo de carne de la de mantel, tenedor y cuchillo; a hacerlo con la de alcoba y cigarrillo de después.
Todo este renacer moral se me parece a mí un poco a cuando aquella época tímida del colegio de monjas. Ellas que olían siempre a nada, sin perfume pecaminoso, con su pelo corto, con esa Cruz de hierro excesivamente grande colgando del cuello y asomando por el jersey de pico, como queriendo reafirmar el camino tomado. Algunas de ellas andaban como ladeadas, con una cadera bailando un soneto libre, su punto de rebeldía, como por su cuenta. Y todas se llamaban 'La' algo: La Taboada, La Beni, La Plané... Aplicaban su moral sin que escapara a su control un centímetro de la falda de tu uniforme. Por tu bien.
Por entonces, cuando aquellos años de piel nueva y prieta, a punto de abrirse al mundo, recuerdo que también estaba mal cuando te pegabas excesivo a un chico en la verbena del colegio, que era una vez al año, y suponía el éxtasis del triunfo sobre lo tabú. Un baile. Con aquel grupo de música formado por estudiantes del San José, que siempre fue el colegio de todas un poco, el de los chicos guapos, el Colegio con mayúsculas, que dice Magnífico Margarito.
Cuando los años '70, la izquierda fue la portavoz de aquel 'está prohibido prohibir' como culmen de un acercarse a la libertad absoluta a través, entre otras cosas, de un mayor laissez faire también en esto del sexo. Las monjas y el ala conservadora intentando frenar la lujuria y el despertar de la carne adolescente en los colegios, y la izquierda animando a que cada uno hiciera poco más o menos lo que le viniera en gana, que es lo que solía acabar ocurriendo.
Entre el ruido que surge de la opinión de todos a la vez, de las pancartas y las banderas, mezclamos a quien decide libremente ejercer el que dicen es el oficio más antiguo del mundo y quien es forzado a ello. De nuevo, es la libertad para con uno mismo y sin perjudicar o poner en peligro a un tercero, lo que marca la diferencia, o eso parece. Sorprende que en pleno fervor por la Igualdad queden fuera del dedo acusador ellas cuando son quienes acuden a los servicios de un gigoló. Y lo del derecho de las mujeres sobre su cuerpo desaparece como argumentario cuando deciden cobrar por un encuentro de este tipo. Se le impone la nueva moral, menos en blanco y negro y más morada, pero tan vieja como entonces.
Y así andamos, una vez normalizado lo de convertir a la sociedad en chivato de sí misma, ofreciendo la cabeza del apestado a los guardianes de lo correcto. Los mismos de ayer que lo serán de mañana. Y ahora lo moderno es esto: señalar al putero.