¿Tiene razón Carlos Herrera cuando sostiene en EL ESPAÑOL que Rajoy es el político "más injustamente infravalorado" de la democracia?. Yo sólo podría dársela si asumiera al mismo tiempo el cínico aserto de Francis Underwood, malvado protagonista de House of Cards, cuando, mirando a cámara, asegura que es la propia democracia la que está "sobrevalorada".
Y es que si bien podría achacarse a la desmemoria colectiva que ni Herrera, ni yo, ni nadie recordemos logro alguno de Rajoy en su periplo en coche oficial desde la presidencia de la diputación de Pontevedra a la del Gobierno de España -me refiero a alguna ley o actuación política que dejara huella de su paso por cinco ministerios-, lo ocurrido durante sus cuatro años y medio en la Moncloa está en el ánimo de todos.
Casi podríamos decir que ha sido en estos últimos cinco meses cuando se ha encontrado en su salsa porque siempre ha sido un presidente en funciones. Es decir, alguien que ocupaba el poder sin saber muy bien para qué, ejerciendo sus tareas administrativas y rituales con una mezcla de pulcritud y desgana, ayuno de toda visión o propósito, desconcertado o más bien perplejo ante la propia potencialidad transformadora de una mayoría absoluta que jamás utilizó sino como escudo.
Esta es la circunstancia esencial para una valoración ecuánime pues a los políticos hay que medirlos en relación a las oportunidades de que dispusieron. Rajoy ha sido uno de los tres gobernantes que han tenido mayoría absoluta, es decir, manos libres para cambiar la sociedad. González y Aznar aprovecharon sus ocasiones y dejaron la impronta de su liderazgo en dos etapas consecutivas de crecimiento y fuerte proyección internacional de España. Uno y otro encarnaron visiones políticas muy diferentes pero llevaron a cabo sus planes con igual determinación y ahínco.
Casi podríamos decir que ha sido en estos últimos cinco meses cuando se ha encontrado en su salsa porque siempre ha sido un presidente en funciones
De Rajoy lo mejor que puede decirse es que ejecutó con tecnocrática galbana las políticas de ajuste de la Unión Europea que nos han permitido aprovechar el nuevo ciclo expansivo de la economía internacional. En su debe estarán siempre las promesas incumplidas -tanto en materia de bajada de impuestos como de regeneración democrática-, la tibieza de las reformas estructurales, el correlativo ascenso estratosférico de la deuda pública y sobre todo la condescendencia con los circuitos de corrupción de los que ha sido parte.
Tal ha sido su absentismo laboral que ni siquiera ha tenido arrestos para derogar leyes de Zapatero contra las que clamó en la oposición como la de la Memoria Histórica o incluso la que llegó a recurrir ante el Constitucional como la del derecho al aborto. Que tanto la ley como el recurso subsistan a estas alturas lo dice todo de su anemia política. No hay mejor compendio de su legislatura prorrogada que los dos primeros versos del famoso poema de José Hierro: "Después de todo, todo ha sido nada, a pesar de que un día (el 20N de 2011) lo fue todo". Ahí está la clave de los más de tres millones y medio de votos que se fueron por el sumidero en las generales de diciembre.
Ahora, tras cinco meses de dolce far niente, en los que la interinidad le ha servido de coartada para mantener la "agenda bastante vacía", la ambigüedad legal de excusa para no rendir cuentas al Congreso de los Diputados y la aritmética parlamentaria de justificación para no tener que preparar un debate de investidura, aun a costa de darle calabazas al Rey, Rajoy se presenta por quinta vez a unas elecciones como candidato a la Moncloa. No porque lo quiera "la gente" o ni siquiera "la gente de mi partido" -son sus dos variantes retóricas- sino porque lo quiere él. O como mucho porque lo quieren él y su santa esposa, al son de un par de generaciones de palmeros, que así funciona la cupulocracia emanada del dedazo que impera inamovible en el PP.
Tal ha sido su absentismo laboral que ni siquiera ha tenido arrestos para derogar leyes de Zapatero contra las que clamó en la oposición como la de la Memoria Histórica
Parece de sentido común que quien no ha sido capaz de aglutinar al centro derecha con mayoría absoluta, menos aún va a ser capaz de hacerlo con una cifra de escaños mucho menor. Sin embargo, los últimos sondeos reflejan un repunte de las expectativas del PP como si, a pesar de la bulimia intelectual de sus vídeos -o tal vez precisamente por ello-, un sector de sus ex-votantes estuviera dispuesto a asumir el diagnóstico de Carlos Herrera y a hacer suyo el espejismo de que Rajoy está siendo "infravalorado" en relación a sus cualidades y méritos.
Como expliqué la semana pasada, es el fruto de la estrategia de la polarización y el miedo impulsada en comandita con Podemos. Entiendo que haya lectores que se ofendan, pero Rajoy e Iglesias han formado a estos efectos una UTE electoral cuyo propósito es succionar los votos de Ciudadanos y el PSOE hasta vaciar el centro político.
Se trataría de repetir como farsa el drama de hace 80 años cuando el cainismo de las dos Españas acabó con la Segunda República y debo reconocer con alarma que algunas de las apelaciones de entonces al voto útil están de nuevo entre nosotros. "Las cosas se han puesto de tal modo que no hay manera de optar por el término medio", escribía en enero del 36 Francisco de Cossío en ABC. "El término medio, al grado que hemos llegado, viene a ser algo así como la balanza del diablo". Un argumento casi idéntico a decir, como acaba de hacer Rajoy, que votar por Ciudadanos es jugar a la "ruleta rusa".
Con razón profética alegaba Madariaga antes de aquellas elecciones de febrero que "la vigorización de los extremos se nutre de pasión y guerra civil, con lo cual se empobrece el centro, única esperanza de estabilizar España". Nadie duda ya de que el hundimiento del Partido Radical y el fracaso de Alcalá Zamora y Portela Valladares al intentar sustituirlo por un centro gubernamental fueron determinantes del triunfo del Frente Popular.
La tragedia estaba servida, como probablemente lo habría estado si hubieran ganado las derechas pues -ya se demostró en Asturias- la revolución no se sometía a las urnas. Para la tercera España sólo quedaba la esperanza de que el nuevo presidente de la República Manuel Azaña lograra atemperar la radicalización de los vencedores. "Si ese propósito fracasa, en España será derecha todo lo que no sea marxismo", sentenció Gregorio Marañón el 2 de junio en El Sol. Así fue y así nos fue.
Rajoy e Iglesias han formado a estos efectos una UTE electoral cuyo propósito es succionar los votos de Ciudadanos y el PSOE hasta vaciar el centro político
Afortunadamente la sociedad que acudirá a votar el 26 de junio con una mezcla de resignación y hastío es muy distinta de aquella; y el contexto internacional, también. Descarguemos por tanto de truculencia el paralelismo histórico y ciñámonos a la paradójica esterilidad del voto útil que reclaman Iglesias y Rajoy. En un caso porque la Unión Europea impediría cambiar de modelo, como ya ocurrió con la Grecia de Tsipras, y en el otro porque nunca habrá una mayoría parlamentaria estable detrás de quien encarna la podredumbre de la vieja política.
Aun en el caso de que el PP siguiera creciendo y le bastara el apoyo de Ciudadanos para lograr la investidura, a lo máximo a lo que podría llegar Rivera sin desnaturalizarse es a permitir un gobierno débil de Rajoy para dejarlo caer a mitad de legislatura. Y otro tanto cabría decir, corregido y aumentado, de una gran coalición en la que participara el PSOE: sin Rajoy cabría trabajar en un ambicioso proyecto compartido, con Rajoy hablaríamos como mucho de un efímero parche.
Mejor orador que estratega, más brillante en la retórica que en el análisis, José Calvo Sotelo resumió la situación que desembocaría en su asesinato, alegando que mientras aquella Segunda República desbocada ofrecía a la izquierda "un horizonte sin límite", para la derecha constituía "un límite sin horizonte". Exactamente eso es lo que significa hoy Rajoy para el PP: una restricción para gestionar el presente y una elipsis de todo atisbo de futuro.
Al cabo de trece años al frente del partido -quién lo diría, los mismos que Aznar- Rajoy ya ha dado de sí cuanto podía dar. Lo hemos conocido como perezoso jefe de la oposición y como abúlico jefe del Gobierno. En una y otra función se ha limitado a estar ahí, mientras empujaba, eso sí, a todos sus potenciales rivales hacia la puerta de salida. Por eso proclama que hoy por hoy no tiene ningún "sucesor natural", como si se refiriera a que a Marianito el del capón le faltan aún algunos años para estar disponible.
En otro país, ni el grupo parlamentario, ni el partido, ni la militancia, ni el electorado se habrían plegado al chantaje del apalancamiento de Rajoy. En el mismo momento en que apareció una pistola humeante como los SMS a Bárcenas o, como mucho, cuando quedó patente que a la indignidad del acto se unía la mentira de su justificación, el asunto habría sido zanjado de acuerdo con los ritos democráticos: el tramposo a su casa, la renovación en su lugar.
Pero en cuanto a hábitos democráticos España sigue siendo diferente y no digamos su derecha. Ni siquiera tras sufrir el mayor retroceso electoral de ningún partido tras el colapso de UCD, prestó el PP la más mínima atención a la petición de Aznar de examinar lo sucedido en un "congreso abierto". Es más cómodo y mucho menos azaroso refugiarse en la fantasía de que quien durante tantos años ha tenido todos los resortes del poder a su servicio, botafumeiros incluidos, está siendo "injustamente infravalorado" por la opinión pública.