Cuando Rajoy dijo el miércoles que la apertura de un "canal de comunicación permanente" con Rivera suponía "el primer paso de una larga caminata" hacia su investidura, me acordé de lo que nos contó el día que nos invitó a almorzar a la Moncloa en 2012. Me acompañaban Casimiro García-Abadillo y el topo del marianismo que ya horadaba las galerías subterráneas que harían desfallecer al periódico que fundamos. La conversación fue banal y aburrida pero incluyó dos bengalas que iluminaron la estancia con el esplendor de los fuegos fatuos: la primera fue un minúsculo pósit amarillo en el que el presidente resumía su plan de acción para toda la legislatura; la segunda, la revelación de que todos los días se acostaba a las once haciendo el sudoku.
La imagen de Rajoy empijamado, casando números a la hora en que sus antecesores se reunían con intelectuales, periodistas o expertos para ampliar su perspectiva, era tan fulgurante que eclipsó la siguiente revelación sobre su rutina: cada mañana a las siete el presidente se daba una caminata de media hora. "Ah, el jardín debe de estar muy agradable tan temprano", comenté yo sin malicia alguna. "No, no... camino sobre una cinta de esas que se mueven".
En ella sigue la criatura y de ahí no hay quien le baje. Su único movimiento es el que no lleva a ninguna parte y eso explica que en los 231 días transcurridos desde el 20D no haya logrado sumar ni un sólo apoyo a los 123 y 137 escaños a los que ha quedado reducido su partido en las urnas. ¿Qué significa entonces su augurio de que tan estéril "caminata" va a ser todavía mucho más "larga"? Pues que sigue empeñado en bloquear el automatismo de la investidura hasta que Ciudadanos y el PSOE cedan a la presión orquestada alrededor.
Es muy significativo que diez días después del encargo formal del rey, Rajoy siga sin despejar la incógnita de si cumplirá con la obligación de someter su programa y su persona al escrutinio y votación del Congreso, tal y como establece la Constitución. Su insistencia en que "España no necesita un debate sino un gobierno" revela una concepción tecnocrática del poder, de espaldas a la democracia deliberativa. Pero sobre todo pone en evidencia su pretensión de fosilizar un escenario en el que cunda la idea de que las dos únicas opciones son su investidura o unas esperpénticas terceras elecciones.
Rajoy sigue empeñado en bloquear el automatismo de la investidura hasta que Ciudadanos y el PSOE cedan a la presión orquestada alrededor
No hay más que seguir los medios que se forran o malviven gracias a su afinidad con el Gobierno -o sea, casi todos- para darse cuenta de la contumacia con que se convierte en estructural lo circunstancial. Rajoy es en este momento el único candidato a la investidura porque ha sido ungido por el jefe del Estado. No es que Rivera haya dejado de cuestionar su aptitud para el cargo, como proclamaba el jueves cual alguacilillo bien mandado Radio Nacional, sino que, sin moverse de la abstención, ha abierto el paréntesis de rigor a la espera de desenlace.
No puede haber otro que la comparecencia de Rajoy ante el parlamento para vencer o morir. O sea, para ser investido con la abstención del PSOE -cosa hoy por hoy altamente improbable- o para ser rechazado como lo fue Sánchez y poner en marcha la cuenta atrás de dos meses durante la que debería cuajar un nuevo candidato. Si Rajoy no está dispuesto a correr ese riesgo y termina desdiciéndose de la aceptación del encargo del rey, lo único que le quedaría sería abandonar la vida púbica y cambiar la Moncloa por ese registro que también tiene bloqueado en Santa Pola, como lugar de lectura del Marca.
Rajoy está encarando la investidura con la misma mentalidad de perro del hortelano con que mantiene su reserva de plaza en propiedad como funcionario: mientras no pueda ser para él, no será para nadie. Pero si su "larga caminata" no concluye antes de que acabe este mes, habrá que acusarle formalmente de secuestrar la democracia.
La Constitución no "es" un candado, como atolondradamente alegaba Podemos en tiempos de su acné juvenil, pero sí incluye un eventual candado que regula el sistema. Legalmente cualquier español puede ser presidente del Gobierno en cualquier momento si una mayoría de diputados le respalda a través de una moción de censura constructiva. Sólo hay una excepción: el periodo en que, después de unas elecciones generales y tras las preceptivas consultas, el rey designa un candidato a la investidura.
Rajoy está encarando la investidura con la misma mentalidad de perro del hortelano con que mantiene su reserva de plaza en propiedad como funcionario: mientras no pueda ser para él, no será para nadie
El mecanismo es tan drástico que funciona como el mítico cinturón de castidad que servía, según la leyenda, a los caballeros medievales para preservar su honra. Sólo ellos tenían la llave del candado. Sólo Rajoy tiene ahora la llave del candado, aunque esté colgada en el despacho gótico de Ana Pastor.
Todo depende del tiempo que tarde en emplearla. Al principio el mecanismo es comprensible y hasta divertido -no hay más que ver las variantes para ambos sexos de cualquier catálogo de juguetes eróticos-: tú, sólo tú, nadie más que tú, oh gran Mariano, tiene ahora mismo el derecho de pernada. Pero si la "larga caminata" lleva al caballero de excursión por las Cruzadas, todo se enmohece bajo la herrumbrosa jaula.
Es constitucional que nuestra democracia viva unos días o unas semanas con el candado puesto pero eso no puede prolongarse en el tiempo de forma que el candidato -con perdón- ni coma ni deje comer, ni fecunde ni deje fecundar. Pronto será un clamor que detrás de tantas idas y venidas de París a Jerusalén se esconde el mismo problema de impotencia del caballero que festejaban algunos cuentos procaces.
Uno de los más notorios fue el que un jovencísimo Voltaire versificó precisamente bajo el título de 'El Candado'. Narra la desdicha de la diosa Proserpina, enamorada del "bello Piritoo, mozo liberal, generoso y complaciente", pero entregada en matrimonio al viejo Plutón, rey del averno. Los jóvenes amantes yacen a sus espaldas mientras un diablo traidor les espía desde una caldera.
El dios cornudo al oír lo relatado/
se enfurece, patea, jura, se indigna/
y manda convocar con ronco acento/
su Senado infernal en el momento
En principio la afrenta sólo podía saldarse con la muerte pero, siendo Proserpina una diosa inmortal, había que buscar otro remedio. Entonces uno de "aquellos que en el mundo eran cabrones", por más señas "florentino", contestó de esta manera "al dios cetrino":
Ponedle un buen candado en el instante/
en la parte que da a vuestra consorte/
y la llave guardad muy vigilante/
que esto la obligará a que se reporte./
Nunca satisfacer podrá a su amante,/
ni usará a su placer de aquel resorte, /
pues la hará contentarse en su dolencia/
de Vuestra Majestad con la potencia.
Así fue como "yunques, fuelles y tenazas" se pusieron en movimiento con la misma diligencia con que aquí se moldea la opinión de las tertulias, hasta que la cerrajera Tesífone, ejerciendo funciones de Ana Pastor en el infierno, "a Plutón entregó el fatal candado". Al ponérselo a Proserpina el dios no pudo ser más sincero: "¡Cuánto te compadezco...! Pero, amada, mi frente de este modo está guardada".
En esas está Rajoy. Cree que mediante la treta de interpretar el artículo 99 de la Constitución como el cinturón de castidad que impide a la democracia entenderse con otros pretendientes y prolongar sine die el monopolio sobre la llave de ese candado, antes o después la plaza se le rendirá por hambre. Pero aun en el caso de que consiguiera tal capitulación y pudiera ocuparla temporalmente, nunca lograría poseerla de verdad porque carece ya de atributos para ello. Un gobierno encabezado por él seguiría siendo, aun después de la investidura, un gobierno provisional sin "potencia" alguna.
Un gobierno encabezado por Rajoy seguiría siendo, aun después de la investidura, un gobierno provisional sin "potencia" alguna
Y es que el problema del momento no es ni el parlamentarismo, ni el PSOE, ni Ciudadanos. El problema es Rajoy. Por mucho que se les presione, halague o suplique ni Rivera ni Sánchez podrán practicar jamás esa imposible aféresis que supondría separar la legitimidad del líder del PP como cabeza de la lista más votada de sus responsabilidades in eligendo, in vigilando e "in ocultando", en las oprobiosas tramas de corrupción de su partido. Como bien recordó el viernes Antonio Hernando todo debió haber quedado zanjado con su dimisión hace tres años y desde entonces la herida nos desangra.
¿Alguien duda de que si se abriera el candado y se permitiera a un Guindos o un Margallo, por no hablar de soluciones más audaces, intentar la investidura, la situación se desbloquearía de inmediato, a costa de dejar en paro a unos cuantos "diablos cabrones" de Moncloa? Los versos finales de Voltaire, dedicados al marido de su propia amante, alientan la esperanza de que veamos algo parecido:
Mas en vano el simplón se lisonjea/
de su frente tener puesta a cubierto,/
que no hay cosa que a Amor difícil sea,/
y él la entrada sabrá buscar al puerto./
Entre tanto constante yo te vea,/
y nuestra gloria y triunfo será cierto;/
que el corazón la dama habiendo dado,/
pronto el resto vendrá sin el candado.
Nos falta solo la postdata del final de "Don Giovanni", una vez que el egoísta sin escrúpulos ha sido engullido ya por el averno, cuando Zerlina, Masetto y Leporello celebran "que se quede ese bribón con Proserpina y con Plutón". Porque, como rubrica el coro, "de los pérfidos la muerte a la vida es siempre igual". Y de los pánfilos no digamos.