Arthur Miller explica en el prólogo a la primera edición de sus obras completas, dedicada “a Marilyn”, que “toda obra de teatro debe terminar; y debe terminar con un clímax y para forjar un clímax, las fuerzas vitales, cuya complejidad es infinita, deben hacerse finitas y desembocar en una culminación más o menos sucinta”. Lo contrario, añado yo, sería un coitus interruptus: lo que les pasa a tantos autores que no saben cómo terminar la función y lo que le viene ocurriendo a la política española desde las elecciones generales de diciembre de 2015. Ni Pablo Iglesias primero, ni Pedro Sánchez después fueron capaces de restringir la “complejidad” de sus aspiraciones o fantasías para desembocar en la única “culminación sucinta” que cualquiera podía entender: el cambio político, es decir la sustitución de Rajoy y su equipo por un Gobierno limpio de responsabilidad en la corrupción.
La desunión de los líderes de la oposición, su miopía cuando tocaba reclamar un nuevo candidato al Grupo Popular y los intereses creados entorno al duopolio televisivo permitieron sustituir en el debate público el acuciante objetivo de la regeneración por el mucho más ramplón y prosaico de la estabilidad. Tras la repetición de las elecciones, la formación de Gobierno se convirtió poco menos que en un propósito patriótico con la espada de Damocles del calendario pendiendo sobre todos nosotros, por mor de lo que se presentó como la imprescindible aprobación de unos nuevos presupuestos que incluyeran los requisitos de ajuste de la Unión Europea.
No me ocuparé hoy –perdón por esta doble preterición- ni de las presiones sumergidas que empujaron a Ciudadanos a cambiar la abstención por el “sí” ni de las mucho más patentes que obligaron al PSOE a trocar el “no” por la abstención, aun a costa del descoyuntamiento que todavía le desangra. Pero cuando están a punto de cumplirse cinco meses desde la investidura de Rajoy, el curso de los acontecimientos viene demostrando que todo aquello era pura filfa pues los Presupuestos siguen en el alero y lo único que distingue al Gobierno de la minoría crónica de 2017 del Gobierno en funciones de 2016 es que su presidente ya no pasará a la Historia con el estigma de haber sido el único de la democracia que no logró revalidar su mandato.
Nada ha cambiado en cuanto a la incapacidad del ejecutivo de obtener el respaldo de la mayoría para sus políticas y por lo tanto en cuanto al bloqueo de toda agenda transformadora de la sociedad. Han sido cinco meses de maniobras evasivas, en los que un gobierno sin producción legislativa alguna -esto no es retórica sino estadística- ha hecho oídos sordos a las diversas iniciativas de toda la oposición aprobadas por la cámara, con la excusa de que suponían aumento de gasto.
Por primera vez desde 1979 un Gobierno se ha encontrado este jueves en el humillante trance de ver devuelto al corral un decreto-ley
De repente ha querido el destino que esta correlación de fuerzas haya quedado dramáticamente en evidencia, con motivo de la votación sobre la reforma de la regulación del trabajo de los estibadores. Un asunto que, como cualquier amante del teatro sabe, sirve de armazón para la obra de Arthur Miller en la que la “complejidad” de las pasiones en juego da paso a una “culminación” más “climáticamente” rotunda: 'Panorama desde el puente'.
Por primera vez desde 1979 un Gobierno se ha encontrado este jueves en el humillante trance de ver devuelto al corral un decreto-ley tramitado con la urgencia de lo imprescindible para el interés general. Con el agravante de que las jeremíadas del PP contra la irresponsabilidad de la oposición –y muy especialmente de Ciudadanos- no pueden calar en la opinión pública por la sencilla razón de que en 2014, cuando la sentencia de la Unión Europea requirió la liberalización del sector, Rajoy gobernaba con mayoría absoluta; y fueron su pereza crónica y la inconveniencia de un potencial conflicto en pleno calendario electoral las que le llevaron, como en tantos otros asuntos, a patear el balón hacia delante, hasta el borde mismo del ultimátum comunitario, en la vana esperanza de que el problema se resolviera solo.
La vigencia de la obra de Arthur Miller, repuesta el mes pasado en los teatros del Canal con una puesta en escena impecable y una gran interpretación de Eduard Fernández, resultaba obvia, toda vez que trata de los prejuicios e insolidaridad que afrontan los inmigrantes que llegan clandestinamente a la tierra prometida y se ven obligados a sortear una legislación implacable. 'Panorama desde el puente' en tiempos de Trump, 'Panorama desde el puente' entre Le Pen y el Brexit. Lo que nadie esperaba es que el propio sector de la estiba, con su clásico universo de fornidos descargadores portuarios, mafias sindicales y alijos de alcohol y tabaco descuidados entre los pliegues de los muelles, fuera a estar de actualidad.
Lo que hay en juego en el envite va mucho más allá del conflicto sectorial en cuestión
Vaya o no a multarnos Bruselas con los 22 millones acumulados por nuestro incumplimiento, todo lo que se diga es poco sobre la conveniencia de acabar con la restricción de la competencia y los privilegios de estos seis mil asalariados de lujo que abusan, siguiendo el ejemplo de los controladores aéreos, de su capacidad de paralizar un sector estratégico. Y clama al cielo que concesiones tan comparativamente agraviantes para el resto de los trabajadores y tan lesivas para el erario como las que acaban de obtener a costa de la debilidad del Gobierno -empezando por la prejubilación con el 70% del sueldo- aun les parezcan insuficientes.
Pero lo que hay en juego en el envite va mucho más allá del conflicto sectorial en cuestión. Como en la obra de Miller, esto va de uno de los arcanos de la condición humana: la confianza depositada en quien tiene el poder y el valor de la palabra dada por este."Ten en cuenta que es más fácil devolver un millón de dólares robado que una palabra dicha de más", argumenta el protagonista de la función de Miller, Eddie Carbone. Está augurando su propia tragedia cuando se debatirá entre el compromiso de proteger a los sin papeles que alberga y la pasión autodestructiva que siente por su sobrina, enamorada de uno de ellos.
El "sí" de Rajoy a las condiciones de Ciudadanos para su investidura fue esa "palabra dicha de más" -en la medida en que nunca tuvo la intención de cumplirla- que ahora no hay manera de amortizar, rebobinar o quitar de en medio.Echarle en cara a Rivera el incumplimiento de un acuerdo nunca sustanciado de apoyar el decreto ley sobre la estiba cuando no piensa ni limitar sus mandatos, ni eliminar los aforamientos, ni obligar a dimitir a los imputados, ni reformar la ley electoral, ni facilitar la investigación de las finanzas del PP, parece un doble sarcasmo de la peor especie, pues todos esos compromisos constan por escrito y afectan a cuestiones mucho más sustanciales para el conjunto de los españoles. Y es normal que la broma de mal gusto de pretender desviar las pesquisas sobre corrupción a un Senado en el que el PP tiene mayoría absoluta y Ciudadanos ni siquiera está representado, fuera la gota que desbordó el vaso de la paciencia del líder centrista.
No quiere esto decir que, con tal de castigar al PP, la minoría de Rivera vaya a votar contumazmente, ni en relación a la estiba ni a ningún otro asunto, en contra de los intereses del sector social al que representa; pero sí que la falsedad e inconsistencia de Rajoy están haciendo poco menos que imposible que se consolide el único acuerdo de legislatura viable con la actual composición del parlamento. Fingir aferrarse a la quimera de un gran pacto de Estado con el PSOE es engañar a la gente viendo pasar el tiempo. Si Susana Díaz gana las primarias, lo máximo que podrá conseguir Rajoy es una tregua de un año durante el que ella organizará sus huestes para el combate electoral. Si gana Pedro Sánchez, ni eso.
Todo indica, por lo tanto, que estamos abocados a unas nuevas elecciones anticipadas a celebrar en algún momento entre el otoño de este año y el de 2018
Es verdad que el apoyo de Ciudadanos es condición necesaria y no suficiente para sacar adelante los Presupuestos, pero parece más fácil obtener el concurso adicional del PNV que apoyó el decreto de la estiba y acaba de recibir el respaldo popular a las cuentas vascas, que contar con el PSOE. El problema es que el entusiasmo con que Urkullu recibió este viernes el esbozo de anuncio de amago de desarme de ETA genera inmediatamente la sospecha de que pueda estar negociándose un paquete que incluya acercamientos y excarcelaciones de terroristas a cambio de la luz verde al proyecto presupuestario. Sería el último tramo en la senda de la infamia -Iglesias ya ha animado a encararlo- que necesariamente obligaría a Rivera y los suyos a bajarse de ese tren en marcha.
Todo indica, por lo tanto, que estamos abocados a unas nuevas elecciones anticipadas a celebrar en algún momento entre el otoño de este año y el de 2018. Sólo una tan decidida como inimaginable apuesta por los compromisos regeneracionistas suscritos con Ciudadanos o una obligada respuesta excepcional a un acto unilateral de ruptura con España por parte de la Generalitat de Cataluña podría alterar este pronóstico. Pero ni lo uno ni lo otro casan con el carácter estaférmico de Rajoy, cómodamente apoltronado en su parálisis.
No hay más que ver cómo la ambigüedad de su actitud ante la consulta ilegal del 9N, contagiada al propio TC a través de la obsesión por el consenso, ha servido ahora de coartada para la benévola condena del Tribunal Superior de Cataluña a Mas. O cómo Pérez de los Cobos ha dejado la presidencia del alto tribunal insinuando que el Ejecutivo ha tratado de endosarle sus propias responsabilidades en el combate legal contra la secesión.
Está claro que a menos que Puigdemont, Forcadell y Junqueras opten por inmolarse en unos nuevos "fets d'octubre", como si nuestro mundo fuera el del 34, Rajoy seguirá estólido en su estrago e impasible el ademán, igual que haría con los estibadores si no fuera por la exigencia perentoria de Bruselas. Porque, para qué nos vamos a engañar, el único puente desde el que él contempla amodorrado el panorama del benéfico tramo del ciclo económico, en el que España resulta tan favorecida como, a falta de reformas estructurales, volverá a ser perjudicada cuando pinten otra vez bastos, no es el puente de Brooklyn sino este de San José que precederá a los demás puentes del año, sin que tampoco cumpla, claro está, su promesa de racionalizar el calendario laboral.