El sábado 22, mientras los niños de San Ildefonso cantaban las últimas tablas de la Lotería, me llamaron del periódico para avisarme de que un ex ministro de Justicia –o sea, alguien con buenos contactos en el mundo judicial y penitenciario-, y, para más inri, del PP, acababa de publicar un tuit, dando el pésame a la familia de Eduardo Zaplana, por su fallecimiento. En un instante tenebroso, me dio dos vuelcos el corazón: el primero, de consternación por la muerte de un amigo; el segundo, de indignación por las circunstancias en las que se habría producido.
En ese infinitesimal lapso de tiempo, decidí escribir un artículo que se titulara como este y concebí la respuesta que tendría preparada para quienes me acusaran de imputar un gravísimo delito a la magistrada María Isabel Rodríguez Guerola, titular del Juzgado de Instrucción número 8 de Valencia, y al fiscal Pablo Ponce Martínez, adscrito al mismo, a quienes pensaba vincular a lo ocurrido. Mi respuesta sería la misma que me protegió hace treinta años, cuando tampoco pude dejar de escribir lo que pensaba sobre el crimen de Estado.
En ese instante angustioso, sentí que nada de lo que yo dijera podría devolver ya la vida a ese hombre jovial y brillante, tantas veces en entredicho, tantas veces airoso ante las más tremendas adversidades, implicado, como pocos, en el pálpito cívico de su tiempo. Pero sí que podría conseguir que, al menos, esos dos hieráticos funcionarios, atrincherados en el secreto de una presunción vedada a la evaluación de los demás mortales, agraviados por el mero hecho de que haya periodistas que osen merodear cerca del sancta sanctorum de su imperio jurisdiccional, insensibles a las advertencias, cada vez más dramáticas, de unos médicos, a los que ven maliciosamente compinchados con un recluso que se niega a confesar lo que ellos quieren, sordos como hormigonadas tapias a las demandas de clemencia, no ya de una familia destrozada, no ya de unos amigos o compañeros de partido atribulados, sino de personajes tan ajenos al que se daba por finado, como Mónica Oltra, Ximo Puig o Pablo Iglesias; que, al menos, esos dos burócratas de corazón atrofiado, quien sabe si por el exceso de celo en su función punitiva, por algún complejo freudiano o por otra motivación opaca, pudieran ser señalados siempre con el dedo: mira, estos fueron los que, con tal de no dejar el menor resquicio para que se les “escapara” su presa –luego explicaré el por qué de estas comillas-, admitieron, propiciaron o incluso aceleraron su extinción física.
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En ese fugaz instante, los recuerdos trataban de abrirse paso entre las lianas de la ira: era aquel joven alcalde de Benidorm que llegó a mi despacho, a comienzos de los 90, a contarme su ilusión por intentar liderar el PP valenciano; era aquel animoso candidato liberal que aspiraba a poner fin a década y media de hegemonía socialista en su comunidad; era aquel presidente de la otra Generalitat, la que siempre jugaba con el equipo de casa, que predicó con el ejemplo el acierto de la España autonómica, poniendo a Valencia, Alicante y Castellón en el mapamundi del crecimiento y la modernidad científica, cultural o deportiva; era aquel político, ya curtido, que atendió el llamamiento de Aznar y logró taponar, desde el Ministerio de Trabajo, las antepenúltimas grietas de la paz social, pactando con los sindicatos la contrarreforma laboral; era aquel ministro portavoz que, en medio de la tragedia del 11-M, intentó transmitir lo poco que sabía y lo mucho que ignoraba, conteniendo la angustia y dejando, enseguida, elegante espacio al fair play del perdedor; era aquel jefe de grupo parlamentario que dio todas las batallas, siempre fiel a sus ideas y a la búsqueda de la verdad, ganándose el respeto de sus antagonistas y la inquina de quien prefirió usar y tirar su pasión política; era aquel alto ejecutivo inquieto que, ya retirado de la primera fila de la vida pública, volcaba toda su energía en conectar a las personas, promover debates y convertir a los gigantes en molinos; era, en fin, ese padre tumefacto, recién amputado del miembro más frágil de su cuerpo familiar, abocado, de un día para otro, al corredor de la muerte por el súbito diagnóstico de la más cruel de las leucemias.
Tal vez, porque, cuando le acompañé a pedir opinión a la Clínica Universitaria en Pamplona y esperé el resultado de su viaje de consulta a Houston; cuando me comunicó que había elegido el camino del trasplante de médula ósea, con su hermana como donante; cuando comenzó la cuenta atrás del primer año de supervivencia, con altísimo riesgo de mortalidad por la llamada EICH o Enfermedad de Injerto contra Huesped; cuando, de hospitalización en hospitalización, de recaída en recaída, comenzó a cantar victoria, con la boca pequeña, contra ese "octavo pasajero" alojado en su organismo; tal vez, porque ni un solo día, durante todas esas fases lunares de la lucha por la vida, dejé de asociar, con trémula premonición, su figura larguirucha y su sonrisa irónica con la figura larguirucha y la sonrisa irónica que mantuvo, hasta ser cadáver amarillo, Joaquín Garrigues Walker, portador de las mismas ideas –cuánto le admiramos ambos- y víctima de la misma enfermedad a una edad equivalente; tal vez, por todo eso, fue tan explosivo el impacto de su detención y entrada en prisión preventiva, acusado de delitos horribles como la malversación y el cohecho.
Su sino había sido nadar, nadar y nadar, siempre contracorriente, herido tantas veces por el rayo, tocado pero no hundido, fluctuat nec mergitur, para al final, ya lo ves, terminar ahogándose, cuando parecía que tocaba la orilla de la salvación.
Porque el Zaplana hombre público se murió ese día en que una “lettre de cachet”, un auto vago, que resumía tres años de investigación secreta con genéricas referencias a una trama internacional de blanqueo, le acusaba de haber cobrado, un cuarto de siglo atrás, 6,4 millones de la familia Cotino, por adjudicaciones amañadas de las ITV y los parques eólicos. ¿Zaplana un corrupto? ¿Zaplana un chorizo? Pues sí, ya lo ves, otro más que robaba, este venía apuntando maneras hacía ya tiempo, lo raro sería que hubiera alguno limpio… El diagnóstico se instaló implacable en la opinión televisada y hasta quienes más dudas o, como mínimo, más compasión y cercanía estaban obligados a albergar, las sumergieron -con la digna excepción de José María Aznar- en los altivos espaldares de sus sillas curules.
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Las mías, quiero decir mis dudas, me acompañan, desde entonces, en un enconado conflicto, no entre el corazón y la razón, sino entre los dos hemisferios del cerebro desde los que pelean análisis lógicos incompatibles. Zaplana siempre tuvo una cordial mala relación con el santurrón de Juan Cotino, padrino y protector del santurrón de Paco Camps, a la postre su apuñalador; y, por lo que me dicen, a su sobrino Vicente, no lo trató jamás. Cuesta creer que fuera a dejarse sobornar por esta familia, contra ninguno de cuyos miembros se ha dictado, por cierto, medida cautelar alguna. Pero, cuantos les conocen me transmiten, y yo no tengo motivos para ponerlo en solfa, que la juez Rodríguez Guerola es una mujer honrada y el fiscal Ponce Martínez es un hombre honrado.
Zaplana acaba de proclamar públicamente, como ha venido haciéndolo desde hace siete meses en privado, que es "inocente". O sea, que es falso que tenga un importante patrimonio oculto en el extranjero. Pero, claro, qué va a decir él... lo mismo que todos. ¿Lo mismo que todos? ¿Incluso en el probable lecho de muerte, al dictar sus últimas voluntades, antes del trasplante de médula; al despedirse, por si acaso fuera la última vez que hablaban, de su mujer y de sus hijas; al dar instrucciones a un amigo del alma, casi un hermano, sobre cómo cuidar a su familia si él faltaba, tiene sentido que un hombre que guarda escondidos unos cuantos millones, no diga ni una palabra al respecto, prefiriendo llevarse el secreto a la tumba, antes que indicar a sus seres queridos cómo acceder a ese cofre del tesoro? Aquí hay algo que no encaja; pero María Isabel Rodríguez es una mujer honrada. Aquí hay algo que no se entiende, pero Pablo Ponce es un hombre honrado.
Según el auto de prisión provisional, Zaplana habría realizado diversas maniobras de ingeniería financiera, logrando repatriar una parte de ese botín, a través de su asesor fiscal Grau Fornet y de su amigo de Benidorm, de toda la vida, Barceló Llorens "Pachano". Ambos están encarcelados, como él, aunque, a diferencia de lo que ocurre con los políticos presos del "Procés", se les impide toda comunicación entre sí. La jueza y el fiscal habrían llegado a la conclusión de que los tres formaban una organización criminal, tras grabar durante tres años las conversaciones telefónicas de Zaplana e incautarle numerosa documentación, incluida la que -de forma significativamente inverosímil- se dijo que se había dejado olvidada en un maletín, escondido en el falso techo de una casa, luego alquilada a un disidente sirio, que habría resultado ser colaborador de los servicios secretos.
Dejando provisionalmente de lado tan esperpéntico enigma – es obvio que alguien ha querido hacerle un traje al trajeado-, lo cierto es que, desde las más altas instancias se repite que, al cabo de tanta investigación, "hay materia", "hay mucho", "está cogido", "tienen mucho contra Zaplana". Y, como última muestra, para que no decaiga la afición, la UCO exhibe el botón de tres parcelas en Villajoyosa que habrían pasado de los Cotino a "Pachano", a través de sociedades constituidas en Uruguay por un abogado con quien Zaplana fue fotografiado en Madrid. Pero si todo está tan claro, si ya tienen lo que querían ¿por qué se extiende más allá de siete meses una prisión provisional, justificada en base a los riesgos de fuga y destrucción de pruebas, cuando damos por sentado que la juez Rodríguez Guerola es una mujer honrada, cuando partimos de la base de que el fiscal Ponce Martínez es un hombre honrado?
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Que sean honrados no quiere decir, por supuesto, que sean lúcidos, ecuánimes, sensatos, prudentes, comprensivos, sensibles, tan siquiera justos o, menos aún, convincentes en sus argumentos. Al menos, no en uno. En el del riesgo de fuga. Cuando el 28 de mayo publiqué el que hasta hoy era mi único artículo sobre la situación de Zaplana, escribí que “nadie en sus circunstancias, se plantearía una huida azarosa e incierta, con muchos visos de convertirse en un atajo seguro hacia la tumba”. Y, hasta tal extremo estaba seguro de ello, que añadí, a modo de redoble de tocsín, algo que reitero hoy: “Si viviéramos en una cultura como la de la Revolución Francesa, yo mismo me ofrecería como rehén ante Su Señoría, para garantizar su sometimiento a la acción de la Justicia”.
Siete meses después y ocho kilos y medio menos, en el torturado cuerpo de un varón de 1,83, que no llegará ya ni a los 60 de peso, apenas puede apoyar los pies y es incapaz de juntar las manos, ese riesgo de fuga es –perdónenme- una hipótesis eutrapélica, incompatible con una evaluación cabal de la realidad. Nadie la percibe más que esta juez que, rutinariamente refrendada por la sala de apelación, y el fiscal, alegaba el 15 de noviembre que “en los paraísos fiscales también hay hospitales”. Claro, y tampoco faltan los jueces fundamentalistas, integristas e incluso jihadistas.
El posterior informe clínico del centro público en el que se le trata, explica, con fecha de 20 de diciembre, que Zaplana es ya un hombre a un hospital pegado. Y no a cualquier hospital, sino a ese en concreto, La Fe de Valencia, donde se le realizó el trasplante y uno de los pocos con medios para aplicar el Tratamiento de Rescate, que intenta salvar su vida, tras el terrible deterioro padecido durante este tiempo.
Estremece leer el resumen del diagnóstico de los facultativos: “La EICH, las secuelas de problemas previos, pulmonares y cardiovasculares fundamentalmente, que ha presentado, los medicamentos que está obligado a tomar y la grave situación de inmunodeficiencia que presenta, tanto celular como tumoral y de gravedad similar a la que presentaban los pacientes con SIDA antes de disponerse de medicamentos retrovirales, convierten a Eduardo Zaplana Hernández-Soro en una bomba de relojería, pudiendo sobrevenirle la muerte de forma súbita e inesperada”.
¿De verdad creen la juez honrada y el fiscal honrado que la libertad provisional o, si quieren ser más precavidos, el arresto domiciliario de una persona en estas circunstancias –y fíjense que no hablo ni del arraigo familiar ni de la obsesión extrema de Zaplana por defender su honor- entrañarían tal riesgo de fuga, como para mantenerlo entre barrotes? ¿Serían capaces de sostenerlo, mirándose al espejo o, mejor aún, mirando a los ojos a sus hijos, a sus cónyuges o a cualquiera de sus seres queridos? ¿Riesgo de fuga, María Isabel? ¿Riesgo de fuga, Pablo? Relean todos los partes médicos, traguen saliva, respiren hondo y contesten algo que no sea una majadería.
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A partir de ahí, vamos a concederles a ustedes dos –qué remedio- el beneficio de la duda porque, estén siendo justos o no, ustedes son la Justicia; vamos a aceptar que en estos tres años de investigación han obtenido sólidos indicios de la actividad delictiva de Zaplana y creen que todavía pueden conseguir más; vamos a dar por sentado que, puesto que ustedes son una juez honrada y un fiscal honrado, no le mantendrían en prisión preventiva si no fuera así; es decir, que no es que hayan oído campanas sin saber dónde y eso requiera de una turné rogatoria para averiguar si sonaban en Luxemburgo, Andorra, Panamá, Uruguay o Paraguay.
No, vamos a ponernos en su caletre: tienen pillado, requetepillado, si hacemos caso de lo que transmiten a las alturas, al prevaricador, malversador y corrupto de Zaplana –ah, el gran farsante que ha tenido engañados durante décadas a su familia y sus amigos- y, como no quieren que deje de pagar por ninguno de sus delitos, ni de devolver hasta el último de sus euros infames, desean completar la investigación, desmontando concienzudamente su “Zaplanasa” exterior, completando las comisiones rogatorias e incluso interrogando –todo a su debido tiempo- a testigos clave del caso, como los consellers implicados en las adjudicaciones amañadas, que, sorprendentemente, aún no han podido decir esta boca es mía.
Tienen que conjurar, en eso estoy con ustedes, el riesgo de destrucción de pruebas. Es decir, el riesgo de destrucción de las pruebas que durante estos tres años no hayan sido ya ni incautadas ni destruidas. Sean sustanciales, sean coadyuvantes, medulares o anecdóticas, aparatosas o sutiles, grandes, pequeñas o medianas: queremos todas las pruebas. Esa es su obligación, la sociedad les paga el sueldo para eso. Cuantas más consigan, más medallas les pondrán. La instrucción de un sumario es la industria de probar.
Y puesto que, como ciudadano o, no digamos, como periodista, en eso estoy con ustedes –pruébame, pruébame mucho, como si fuera esta causa la última vez-, sólo cabe la interrogante de cuál sería la diferencia, desde el punto de vista de la preservación de la integridad de esas huellas materiales, ni incautadas ni destruidas, entre mantener a Zaplana en el Hospital de La Fe el tiempo que haga falta para desarrollar el Tratamiento de Rescate, dictando a continuación su arresto domiciliario (opción A) y devolverle a la, para él, potencialmente letal prisión de Picassent, donde, por ponerles un nimio ejemplo, tendrá que seguir comiendo, día tras día, trozos de pan rellenos de atún enlatado, por ser este el único alimento que no entra en contacto con las manos sucias de los reclusos encargados de la cocina (opción B).
Es obvio que la opción A tiene las grietas de todo terraplén humanitario. Por eso, Su Señoría ha tenido que velar estos días en alerta permanente, en Navidad como en Nochebuena, no fuera a colarse en la habitación del recluso todo un cardenal Cañizares, quién sabe si con conexiones en el turbio Banco del Vaticano, o un Capellán del Hospital cualquiera, probablemente dedicado al blanqueo de capitales a tiempo parcial: queden esos auxilios espirituales para la porosa cárcel de Lledoners.
Por eso, Su Señoría tuvo que sacar de su casa, de improviso, a un mando policial para que se presentara en La Fe -te vas ahora mismo para allá... ya sabes lo que tienes que hacer- y arrancara de la habitación del paciente, con los mejores modales que le permitió su turbada vergüenza, a su pobre esposa, también enferma, que, cumpliendo los protocolos del hospital, había acudido a acompañarle durante las pruebas más críticas.
Por eso, Su Señoría tiene en permanente funcionamiento el cronómetro de las visitas, para que la familia sólo pueda estar junto a su lecho cuarenta y cinco minutos a la semana –ni un segundo más-, cuando los reclusos internados en el Hospital General tienen la compañía de los suyos durante dos horas al día.
Por eso, Su Señoría apercibe por escrito, un día sí y otro también, al atribulado jefe del servicio de hematología, el mundialmente reputado doctor Guillermo Sanz, que no sabe si buscarse un abogado que defienda su presunción de inocencia o recetarle un Lexatín, preguntándole cuando va a dar el alta al paciente, exigiéndole justificación de cada prueba, inquiriéndole por qué no aprovechó tal día para someterle a tal examen que se propone ahora, apremiándole, en suma, para que devuelva a Zaplana a la jaula anti-destrucción de pruebas, en la que le corresponde estar.
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Es Navidad pero la magistrada Scrooge, tan recta, tan recta que no se dobla ni ante la piedad ni ante la nieve, sabe que la suya es la opción B. En cárcel cerrada no entran moscas. De cárcel cerrada no salen ni señales de humo. Urge emparedar al pájaro otra vez en Picassent. Allí la vigilancia es permanente. El control de comunicaciones, total. La posibilidad de alterar la titularidad de una cuenta panameña, redireccionar un saldo andorrano o trasladar un depósito paraguayo, venturosamente nula. El preventivo Zaplana está maniatado, amordazado e incomunicado como nunca podría estarlo en su domicilio. Y así debe ser, a disposición del Estado, listo para la condena y ejecución (de la pena), mientras prosigue la instrucción kafkiana, mientras el fiscal Ponce persevera en su celo y mientras los sabuesos de la UCO, a quienes Su Señoría tan ciegamente venera, van cerrando, como el inspector Jabert, todas las vías de escape a este miserable Jean Valjean, en versión raya del pantalón otrora impecablemente planchada.
La ley autoriza a mantenerle así dos años, prorrogables a otros dos. Quedan pues diecisiete meses, quien sabe si cuarenta y uno, para buscar más pruebas, para hacer más comisiones rogatorias, para esperar a que él cante, a que alguno de los dos coimputados se derrumbe. Diecisiete, cuarenta y un meses para apretar las clavijas de la ley. ¿No es eso "tortura"?, se pregunta y nos pregunta el doctor Sanz, desde lo más hondo de su juramento hipocrático, añadiendo la definición canónica que menciona “el castigo infligido a una persona para que confiese algo”. ¿Se ha leído Su Señoría en voz alta, tras escribir en ese auto del 15 de noviembre que “él –Zaplana- es sabedor de la verdad y sigue ocultándola”?. Sólo le ha faltado escribir “verdad” con mayúscula, dándole otra vuelta a la rueda dentada del lecho de Procustes.
El único inconveniente de esta senda de fanatismo jurisdiccional que han abrazado esta juez honrada y este fiscal honrado, incapaces, a lo que se ve, de ponderar que entre los bienes jurídicos que deben proteger está la sombra, poco más que un guiñapo ya, de lo que fue aquel hombre pinturero y seductor, es que, el día menos pensado, puede estallarles la “bomba de relojería”, descrita sin ambages por esos médicos a los que Su Señoría no reconoce la honradez que los demás debemos reconocerle a ella.
Entonces, se extinguirá la responsabilidad penal de aquel al que ya se dio por muerto el día de la Lotería y, con ella, la obligación y la oportunidad de probar, probar y probar que estaban en lo cierto, que Zaplana era ese sinvergüenza merecedor de ser tratado peor que los golpistas catalanes, peor que los miembros de la Manada, peor que De Juana Chaos o Bolinaga. ¿Tablas como final de partida?, ¿el pulpo de la abulia como animal de compañía?, ¿o, como ha escrito Luis del Val, “eutanasia administrativa”?
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Entonces, alguien repasará este artículo, dará voces de alarma y la opinión se bifurcará entre quienes me acusarán de haber imputado un gravísimo delito a dos honrados funcionarios encargados de perseguir con diligencia la corrupción; y quienes coincidirán conmigo en que nadie, ni siquiera una jueza instruyendo bajo secreto del sumario, debe ser omnipotente –en la práctica- durante siete, veinticuatro o cuarenta y ocho meses, a costa de la más elemental dignidad humana.
A mis inquisidores les contestaré, como hice en 1988, cuando, tras publicar tres artículos sobre la “prevaricación” de un Fiscal General del Estado, alegué que la segunda y tercera acepción de la RAE atribuyen tal conducta a quien comete “faltas menos graves en el ejercicio de un deber” y simplemente a quien “desvaría”. De acuerdo con esta regla de tres, “asesinar” significa, además de lo que todo el mundo sabe, “causar viva aflicción o grandes disgustos” e incluso, simplemente, “engañar en un asunto grave”.
Qué sería de la libertad de expresión, sin las segundas y terceras acepciones de la RAE. Hace treinta años –estaba de por medio el encubrimiento de los GAL-, esas líneas me preservaron de la querella que quería promover el afectado, una vez que la Junta de Fiscales de Sala prefirió delegar en uno de sus miembros para que indagara sobre mi ánimo. Hoy sería difícil discutir que, como mínimo, se está causando “grave aflicción” y “grandes disgustos” –tal vez, en el sentido de lo que los anglosajones llaman “character assassination”- a quien puede que lo merezca o puede que no.
Sí, ¿pero no es verdad que usted está acusando de “asesinato” –de momento sería, por fortuna, de forma literaria y en grado de tentativa- a la juez honrada y al fiscal honrado que nos protegen a todos de delincuentes indeseables, como probablemente lo es este a quien usted sigue llamando “amigo”? Mire, yo no hablo de culpabilidad o inocencia. Solo de la vis humanitaria propia de un Estado garantista. No todas las víctimas de los GAL eran viajantes de comercio.
Quede el Código Penal para los juristas. Al tribunal de las hemerotecas, al Diccionario y a la conciencia moral de cada uno me remito. Tengan en cuenta que, como dice Marco Antonio (Julio César III, 2), “mientras el bien que hacen las personas queda, a veces, sepultado con sus huesos, el mal siempre les sobrevive”. Y eso, sirve igual para el decapitado que para su verdugo o ejecutor público.