El 22 de octubre de 2009, cuatro mil personas se reunieron en el Palacio de los Deportes para celebrar los primeros 20 años de El Mundo. Hasta sus mayores detractores reconocían entonces que la historia de España, durante esas dos décadas, habría sido muy distinta, si no hubiera existido un periódico como el que yo había fundado y dirigido, en medio de auténticas situaciones límite. El presidente Zapatero intervino en un acto en el que estaban presentes el líder de la oposición, Mariano Rajoy, su flamante número dos, María Dolores de Cospedal, el alcalde Gallardón y la presidenta de Madrid, Esperanza Aguirre. Hubo conexiones vía satélite con la Estación Espacial Internacional, testimonios de líderes extranjeros, como el colombiano Uribe, y referencias muy emocionantes a los asesinados Julio Fuentes, Julio Anguita Parrado y López de la Calle.
Junto al legítimo orgullo por lo conseguido, mi discurso planteó enseguida los nuevos desafíos que teníamos por delante. Al explicarlos, utilicé una de mis metáforas favoritas: la peripecia infantil, recogida en las memorias de Edward Kennedy, de cómo él y sus hermanos, Jack y Bobby, jugaban a superar obstáculos, correteando por el campo, de forma que cuando veían una valla, una tapia o cualquier otra barrera, lanzaban la gorra de uno de ellos al otro lado, para que no tuvieran más remedio que saltar a recuperarla. Alguien me había proporcionado una gorra como elemento de atrezzo y, al terminar de hablar, para enfatizar la comunión entre el periódico y sus lectores, o sea, el empeño colectivo de una sociedad hablando consigo misma, la lancé teatralmente al público, como si fuera el balón de una final de Copa o la montera de una tarde para el recuerdo.
¿En qué manos cayó la gorra, tras describir una larga parábola, en medio de la oscuridad? En las de un joven político, de nariz y mirada de águila, llamado Santi Abascal. Entre esos cuatro mil asistentes que, vistos desde el escenario formaban una masa compacta y opaca, ese mensaje encriptado, con un destinatario genérico, tuvo que llegarle precisamente a él. Los arúspices etruscos lo habrían interpretado como un presagio benéfico, equivalente al vuelo de un cometa en el lugar y el momento adecuado.
Santi Abascal tenía entonces la edad de Cristo y el convencimiento de que estaba en la vida pública para cumplir una misión: impedir que, tras la marcha de Aznar, el PP desistiera de la confrontación con los nacionalistas, cincelada en la adversidad y santificada por la sangre derramada de mártires como Gregorio Ordóñez o Miguel Angel Blanco. Había creado la Fundación para la Defensa de la Nación Española (Denaes), había dado la batalla, en el Congreso de Valencia, junto a María San Gil, frente a lo que ya se perfilaba como el nefasto conformismo marianista, y había sido un activo peón de brega en la campaña electoral de Mayor Oreja, en las autonómicas vascas de marzo de aquel 2009, que desembocaron en la histórica llegada de Patxi López a Ajuria Enea, como primer lehendakari no nacionalista.
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La broma de la gorra acentuó mi simpatía hacia su coraje político y lucidez en la percepción de que la defensa de la España constitucional requería de una beligerancia activa frente a quienes querían destruirla. Tanta era nuestra sintonía, en un punto esencial, que, cuando Rajoy llegó al poder y abdicó de esos principios, yo publiqué en exclusiva, en 2013, la carta abierta en la que Abascal le anunciaba, con tintes muy emotivos, que abandonaba el PP: “Me voy del partido de mi padre”. La excarcelación de Bolinaga y otros sanguinarios etarras, beneficiados por la pasividad gubernamental ante la sentencia que tumbaba la doctrina Parot, había “colmado el vaso” de su indignación.
En ese texto, Abascal, brillante polemista, percutía sobre Rajoy, advirtiéndole de que “muchos otros” tomarían el mismo camino, “motivados a partes iguales por tus decisiones e indecisiones como líder”. Pero, a la vez, se lamentaba del “desgarro interior” que suponía separarse de “personas que representan una de las dos almas del PP, la de miles de afiliados, la de millones de votantes, la del PP de Madrid, la de José María Aznar, Esperanza Aguirre, Alejo Vidal Quadras, Jaime Mayor Oreja o Santiago Abascal Escuza, mi propio padre”.
Su coraje político y lucidez en la percepción de que la defensa de la España constitucional requería de una beligerancia activa
Lo de las “dos almas” era muy certero. El problema era que, a diferencia de la mayoría de los mencionados o aludidos, Abascal no veía “ninguna posibilidad de cambiar las cosas desde dentro”. Por eso anunciaba que buscaría “el modo más adecuado y eficaz para hacer oír mi voz en favor de España”. O sea, fundando Vox.
Había en su gesto un cierto ethos churchilliano, que evocaba el tránsito de quien, a comienzos del siglo pasado, se vio obligado a cambiar de partido para seguir defendiendo las mismas ideas. Con el componente romántico añadido de que, mientras Churchill dejó a los conservadores para unirse a otro partido de gobierno como el Liberal, con el que pronto fue ministro, Abascal emprendía la casi imposible tarea de colocar en el mercado electoral una nueva fuerza de derechas, cuando ni siquiera habían cristalizado aún Podemos y Ciudadanos.
Que el más animoso de sus compañeros de viaje fuera José Antonio Ortega Lara impregnaba, además, el empeño de una especial nobleza. El héroe que tanto había dado por todos nosotros, y a quien cualquier otro gobierno, que no estuviera presidido por un bloque de asbesto, habría convertido en patrimonio común de la democracia constitucional, se veía obligado a echarse abnegadamente a la carretera, con sus menguadas fuerzas a cuestas, pagando la gasolina de su propio bolsillo, para defender aquello por lo que había sufrido el más atroz de los cautiverios, durante 532 días interminables.
“Me voy del partido de mi padre”. La excarcelación de Bolinaga había “colmado el vaso” de su indignación
Tan conmovido quedé por el relato minucioso que me hizo de su calvario, que siempre pensé que si el cabeza de lista hubiera sido Ortega Lara, en vez del brillante y consistente Vidal Quadras, o si la dramática entrevista que publiqué con él, en el último fin de semana de campaña, hubiera podido germinar diez días antes en la conciencia cívica de todos, Vox habría obtenido un par de escaños en la europeas de 2014. Desde luego, yo me habría llevado una gran alegría pues, aunque en la cuestión del aborto mantenía la inaplicable posición tradicional católica de seguir persiguiéndolo como un grave delito, no estábamos ante una fuerza de ultraderecha o, menos aún, neofascista. La presencia entre sus fundadores de Ignacio Camuñas, primer ministro portavoz de Suárez, convertía incluso a Vox en el último fruto tardío de la España de la Transición y acentuaba su liberalismo económico.
El fracaso en aquellas elecciones, y en las de 2015, y en las de 2016, hubiera tumbado a cualquier otro. Pero ellos no se arredraron y decidieron perseverar en el empeño, apenas sin medios para ello. Fui de los pocos periodistas que les prestó atención entonces. En media docena de ocasiones me reuní con Abascal, Iván Espinosa y el propio Ortega Lara. Les veía tan desasistidos y frágiles, que intentaba pagar siempre la cuenta. A veces, ni siquiera me dejaban. Representaban la conciencia crítica o, mejor aún, esa atormentada y errabunda "segunda alma" de un PP en el que el atrincheramiento del marianismo parecía darles la razón: no había "ninguna posibilidad de cambiar las cosas desde dentro".
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Todo se trastocó en España con la intentona golpista de octubre de 2017 en Cataluña. Por un lado, Vox adquirió utilidad y protagonismo, al personarse como acción popular en el subsiguiente proceso penal. Por el otro, la condescendencia de Rajoy con la pamema de su 155 blando y, no digamos, el oportunismo de Sánchez, al aliarse con los separatistas en el Congreso, mientras Puigdemont y Torra redoblaban su propósito de destruir España, radicalizaron a la opinión pública.
En ese terreno abonado iba arraigando Vox, cuando lo que parecía que no sucedería nunca, sucedió en un abrir y cerrar de ojos: Rajoy se tuvo que ir a su casa cubierto de merecido oprobio -cada día que pasa se percibe más cuan dañina fue la sofronización a la que sometió a la sociedad española- y el PP tiró su cadáver político al río.
Protagonizando una hazaña, aún insuficientemente reconocida, Pablo Casado pasó el corte de las primarias y noqueó a Soraya, en un histórico congreso extraordinario, apelando precisamente a esa "otra alma" del PP, encarnada por Aznar, Aguirre o Mayor Oreja, con la que tan identificado decía sentirse Abascal.
Resuelto el problema, eliminado el tapón, lo natural hubiera sido que las aguas volvieran a su cauce matricial y los dirigentes de Vox se reintegraran, con todos los honores, en el PP, emulando también el viaje de vuelta de Churchill a la bancada tory, para aprovechar así la prima que nuestro sistema electoral concede a la concentración del voto. Pero eso, que probablemente hubiera ocurrido tras los fracasos en las generales de 2015 y 2016, había dejado de ser ya una opción en 2018 porque quien, entre tanto, había desarrollado una "segunda alma", en cierto modo antinómica con aquella que le seguía vinculando al PP, era Vox.
Lo natural hubiera sido que las aguas volvieran a su cauce matricial y los dirigentes de Vox se reintegraran en el PP
Subidos a la cresta de la ola de los populismos conservadores o, más bien, reaccionarios -en la medida que suponen una "reacción" a la crisis de la globalización, equivalente a la que los nacionalismos románticos supusieron a la generada por la primera revolución industrial-, estimulados por los éxitos de Trump, Le Pen, Salvini o Bolsonaro y por personajes, hasta ahora muy marginales, de rasgos exaltados o abiertamente frikies, adheridos ya como ladillas a su proyecto, los líderes de Vox han sentido la legítima llamada de la ambición y reclaman una cuota de poder propia, a costa de extremar sus posturas en asuntos capitales.
Vox se encamina a pasos acelerados hacia la homologación con la extrema derecha chauvinista, antieuropea y xenófoba que combate el multilateralismo y abdica de la protección de las mujeres frente a la violencia machista. De forma paralela a la de Podemos, y aspirando a irrumpir en sus mismos caladeros de votantes cabreados, marginados por el cambio tecnológico o incapaces de adaptarse a las mutaciones sociales, Vox está dispuesto a arramplar para ello con algunos de los grandes consensos de la Transición. Y, a juzgar por lo que está sucediendo en Andalucía, no parece que el posibilismo vaya a frenar la euforia demoscópica de algunas de sus enmiendas a la totalidad.
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La elección de la retirada de la dotación económica, destinada a luchar contra la violencia de género, como ámbito de su primer gran órdago político, dice mucho de cómo Vox ha sustituido su primer alma liberal-conservadora que entroncaba con el PP, y por lo tanto con la genealogía reformista de los Fraga, Maura, Silvela o Cánovas, por esta segunda alma integrista que entronca con los Fernández de la Mora o Federico Silva y, a través de ellos, con Menéndez Pelayo, el tradicionalismo carlista de Vázquez de Mella y el propio Donoso Cortés. Nada que ver, afortunadamente, hasta la fecha ni con el falangismo ni con la apología de la dictadura, por mucho que Pablo Iglesias se frote las manos, esperando a que aparezca entre sus filas cualquier adherencia que justifique su melodramática “alerta antifascista”.
La disposición a bloquear el cambio en Andalucía, a costa de su combate con el feminismo, explica muy bien la España a la que quiere representar Vox. La exigencia de vaciar de recursos las políticas de protección de las mujeres no es, de hecho, sino un anticipo de su anunciada ofensiva para derogar la Ley Orgánica de Protección Integral contra la Violencia de Género, aprobada por unanimidad en 2004 y revalidada, con ese mismo nivel de consenso, a través de las 200 medidas del Pacto de Estado de 2017.
Nada que ver, afortunadamente, hasta la fecha ni con el falangismo ni con la apología de la dictadura, por mucho que Pablo Iglesias se frote las manos
Tal y como ya hemos dicho y reiterado, esa ley tiene grietas que han distorsionado su percepción global. Por ejemplo, el que existan algunos tipos delictivos en los que las penas sean distintas, según el género del agresor. Por ejemplo, el que haya derivado en un protocolo policial que implica, en la práctica, el arresto casi automático del varón denunciado por malos tratos. Por ejemplo, el que se desproteja -siempre en términos relativos- a las parejas homosexuales o a elementos tan vulnerables del ámbito familiar como los ancianos. También es cierto que las políticas de igualdad y contra la violencia de género han podido generar, en casos concretos, "chiringuitos" subvencionados que, especialmente en Andalucía, forman parte de la picaresca clientelar que impregna muchas otras áreas de la actividad pública.
Pero si bien todo esto debería dar lugar a correcciones en las normas emanadas de la ley de 2004, o incluso a su propia reforma, nada debería llevar a cuestionar ni su vigencia ni, sobre todo, su filosofía sustancial, inspirada en las grandes directrices de la ONU y demás instituciones promotoras de los Derechos Humanos en el mundo. Estamos ante una ley integral y transversal que afecta a siete ministerios y abarca ámbitos tan diversos como la Educación, la Sanidad, la protección policial, la dotación de medios judiciales o la sensibilización social. Su sentido es proporcionar un ámbito de seguridad a la igualdad de la mujer y afianzar, así, el mayor de nuestros logros colectivos en 40 años de democracia constitucional.
Al cuestionar, no los problemas inherentes a cualquier desarrollo normativo en cualquier ámbito, sino la propia perspectiva de género, Vox está haciendo abstracción de la discriminación histórica de la mujer que toda la Humanidad -y en especial sociedades tan machistas como la nuestra- ha venido practicando hasta hace muy pocas décadas. Una cosa es rechazar, desde una perspectiva liberal, atajos en la promoción de la mujer como los sistemas de cuotas, y otra negar a la mujer mecanismos específicos de protección frente a terribles ritos sociales heredados, que, a menudo, bloquean todo atisbo de libertad real y, por supuesto, de igualdad de oportunidades. Al hacerlo, de la mano de fundamentalistas como el juez Serrano, con brochazos gruesos y hoscos modales, Vox está cruzando una de las pocas líneas rojas que cualquier demócrata debe proteger.
¿Por qué lo hace? Porque la gravedad del problema se manifiesta, precisamente, en la existencia de un caladero electoral, formado por quienes se sienten perjudicados o amenazados, no por las denuncias falsas u otros abusos de la ley, sino por la intrusión que su propia vigencia supone en una sociología atávica que alberga mecanismos de dominación, resortes de autoafirmación y prácticas compensatorias de frustraciones varias. Cada vez que alguien escucha gritos, amenazas o ruidos elocuentes en el piso de arriba hay al menos una persona que se sentiría menos constreñida en sus impulsos primarios si Vox consiguiera derogar la Ley de 2004. Sólo los muy sordos o los residentes en viviendas unifamiliares, en medio de la nada, pueden negar que esas zafias palpitaciones siguen acompañándonos como parte del macizo de la raza.
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El cambio político en Andalucía es un desideratum de enorme calado y trascendencia, pero no puede convertirse en un valor absoluto. Ciudadanos ha vuelto a demostrar su cintura política y sentido de la responsabilidad, al alcanzar un pacto con el PP que implica apoyar la investidura del candidato popular Moreno Bonilla. Es el equivalente al Pacto del Abrazo que podía haber hecho presidente a Sánchez en 2016, sin hipotecas separatistas. Pero, de la misma manera que entonces no aceptó exigencias de Podemos que hubieran desnaturalizado lo acordado, la formación naranja no debe aceptar ahora las de Vox y menos en un terreno como este, por mucho que las gestione el PP.
La "foto a tres" sería letal para su centralidad política, doblemente valiosa en este momento de tanta polarización. Si no pasar por ese aro implica que se repitan las autonómicas -tal y como explícitamente ha amenazado el duro entre los duros, Ortega Smith-, pues que se repitan, igual que se repitieron las generales.
La "foto a tres" sería letal para su centralidad política
Tengo pendiente un encuentro con Santi Abascal. Nos emplazamos para este mes después de que se quejara, con razón, de un elemento innecesario en una información de EL ESPAÑOL. No sé si, después de estas reflexiones, seguirá teniendo ganas de reanudar la conversación. Es obvio que algunas de sus descalificaciones ad hominem contra Rivera o Valls, fruto del cálculo o la euforia, no encajan en su anterior perfil. Yo, en todo caso, no pienso pedirle que me devuelva la gorra porque, al margen de las fluctuaciones del mercado electoral y de esta deriva, a mi entender, muy nociva para la España constitucional, siempre seguiré contando con un aliado insoslayable en favor de su reencuentro, al menos de cara a las generales, con esa "segunda alma" que ahora vuelve a primar en el PP.
Me refiero al jurista belga Victor D’Hondt, que inventó el sistema de asignación de escaños que, en las circunscripciones pequeñas, deja a dos velas a los partidos que no queden en los primeros lugares. Eso explica que la primera consecuencia automática de la potente irrupción de Vox en las encuestas, es decir de la fragmentación del voto opositor al actual Gobierno, es que se haya rebajado en más de tres puntos el umbral de sufragios que deberían sumar Sánchez, Iglesias y los separatistas para mantener su actual mayoría absoluta en el Congreso. Atención a nuestro próximo sondeo, pero supongo que a muchos votantes de Vox se les helaría la sonrisa si llegara a materializarse el riesgo de que su auge fuera, precisamente, lo que perpetuara, durante otra legislatura completa, al doctor Frankenstein en la Moncloa.