El día que la distinguieron como Persona del Año de la revista Man in the Moon -distinción acertada donde las haya, pues la alcaldesa ha convertido su "estar en la luna" en un refinado arte-, Manuela Carmena nos explicó a los comensales, convocados por el editor Andrés Rodríguez, cuán horrorosa había sido su experiencia, al topar con las divisiones y miserias de la coalición podemita, Ahora Madrid, que la había llevado al ayuntamiento.
"Decidí dejar de ir a esas reuniones porque eran una pérdida de tiempo", explicó, tras describir la mezquindad de la pugna entre facciones -en su opinión consustancial a la vida interna de los partidos- que ha caracterizado la amalgama entre Podemos y Ganemos Madrid, con Izquierda Unida de por medio.
Para que entendiéramos mejor su percepción y nos diéramos cuenta de su hondura, Carmena evocó, entonces, un libro que formaba parte del paraíso perdido de su infancia. Dijo que trataba de un personaje, Doña Redonda, que se rompía en mil pedazos. Ella tendría cinco o seis años -nació en el 44- y nunca más había vuelto a ver el libro, pero seguía asociando esa imagen a la fragmentación autodestructiva de los partidos.
Sobre la marcha, Cruz Sánchez de Lara, también presente, hizo una discreta pesquisa con su móvil, consiguió en un portal de venta de libros antiguos un ejemplar desvencijado de Doña Redonda y su gente y se lo envió días después, en vísperas de Navidad, como si los buenos recuerdos infantiles produjeran resultados materiales inmediatos. Se trataba de una de las últimas obras de la escritora y diplomática portuguesa Virginia de Castro, gran divulgadora de la cultura de su país y, a la postre, colaboradora de la dictadura de Salazar.
El libro había sido traducido y publicado en España en 1943 por Editorial Yunque, con el doble subtítulo de Una maravillosa narración para los niños, una sátira fina para los mayores. Cuando vi sus brillantes ilustraciones en color, entre lo onírico y lo naif, obra del pintor malagueño Jorge Ravassa, a la sazón exilado en Chile por su pasado republicano, comprendí el impacto que, en la España en blanco y negro de la primera postguerra, debieron causar en la mente inquieta y fantasiosa de aquella niña, hija de un camisero de la Gran Vía, a la que llamaban Manola.
Pero lo más curioso de todo fue descubrir cómo la memoria de Carmena había traicionado sus recuerdos, o al menos distorsionado su sentido, en un aspecto fundamental. El párrafo del cuento referido a la supuesta autodestrucción de Doña Redonda decía literalmente: "Había gran rebullicio en la casa blanca y verde. Doña Redonda se había hecho "añicos" y cada "añico" era una doña Redonda de la altura de un palmo, pero exactamente igual a doña Redonda. Así, había trescientas cincuenta doñas Redondas muy pequeñitas".
Exactamente eso era lo que se veía en la ilustración correspondiente, con unas pantorrillas con zapatos y calcetines infantiles al fondo, para facilitar la perspectiva. Una pléyade de doñas Redondas idénticas, con su vestido azul de botonadura blanca y cuello bordado de organdí, atiborraba la página.
Era la invasión de las doñas Redondas. Las doñas Redondas lo ocupaban todo y se ocupaban de todo en un reparto perfecto de funciones: una leía, otra holgaba, la de allá barría, la de acullá fregaba.
La imaginaria autodestrucción era, en realidad, un ejercicio de clonación irresistible, ejecutado con la coordinada precisión de un despliegue militar. Doña Redonda había estallado para multiplicarse como las bombas de racimo, sucediéndose a sí misma más poderosa que nunca, llenando todos los espacios en un proceso de hijuelación y desmenuzamiento, al modo de La invasión de los ultracuerpos. Larga vida a doña Redonda.
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Sólo después de la famosa cena de las croquetas, en casa de Carmena, en la que se perpetró la traición de Iñigo Errejón a Podemos y la alcaldesa se dislocó el tobillo, al resbalar, probablemente, sobre la piel de plátano de su propia estratagema -ya se sabe que hay quienes si se muerden, se envenenan-, he entendido cómo ha impactado la distorsión de ese recuerdo infantil en su subconsciente.
El lamento por el faccionalismo estéril que cuarteaba a la izquierda alternativa no era, en realidad, sino una coartada para acallar su, ya muy domesticada, mala conciencia, hasta consumar la ciclogénesis explosiva que lleva camino de arrasar Podemos, mediante la sustitución de Ahora Madrid por un nuevo partido, cuyo verdadero nombre es Más Carmena. O, para ser exactos, Más Carmenas.
La ingenua condescendencia de Pablo Iglesias me ha vuelto a acercar emocionalmente a él. ¿Cómo que "Iñigo no es Manuela"? Iñigo es Manuela, como Rita Maestre es Manuela, Jorge García Castaño es Manuela y todos y cada uno de los concejales, cargos y dirigentes locales, que han ido sustituyendo la fastidiosa democracia interna de Podemos por el confortable alistamiento en el ejército que aún controla el botín municipal, son Carmena.
"La alcaldesa urdió un plan para convertirse en el único referente de la nueva izquierda madrileña", acaba de escribir en EL ESPAÑOL la politóloga Gema Sánchez Medero. Más claro, agua. Otra cosa es que el aventajado discípulo, en la técnica de la agregación mediante el desmigado, aún no vea llegado el momento de intentar sustituir a doña Redonda por don Flaquito.
El líder de Podemos está viendo estos días cómo se desmorona el sueño participativo de los círculos morados, aquel ágora destinada, ay, a engendrar una nueva forma de hacer política. Iglesias debe sentirse como el rey Arturo, en la escena de la película de Joshua Logan, en la que los cascos de los caballos de la horda sublevada por el bastardo Mordred pisotean y aplastan la Mesa Redonda. Ese hijo bien amado, en cuyas mejillas púberes anidaban los pellizcos de sus dedos avezados, le ha apuñalado como Bruto apuñaló a su padre adoptivo. Pero, claro, Iñigo también es un “hombre honrado”.
Atrapado por fantasías doctrinarias, como la de que la baja por paternidad no puede interrumpirse ni para sofocar un incendio de ese calibre, Iglesias acaba de hacer un control de daños, ganando tiempo, a expensas de una futura integración electoral, pendiente de negociar. Ha sido un rasgo de madurez y realismo. Sin embargo, la cuestión esencial es si entiende o no lo que, en el fondo, le está ocurriendo.
Iglesias acaba de hacer un control de daños, ganando tiempo, ha sido un rasgo de madurez y realismo. Sin embargo, la cuestión esencial es si entiende o no lo que, en el fondo, le está ocurriendo
Iglesias corre el riesgo de recrearse morbosamente en la amargura de que la izquierda siempre pierde las guerras en la retaguardia, como si Errejón fuera un remedo del coronel Casado, alzado contra el gobierno del Frente Popular, o, mejor aún, un espadón del XIX, empeñado en sofocar el Trienio Liberal, el Bienio Progresista o el Sexenio Revolucionario, en la cuna misma de su concepción. Sin embargo, como ya dijimos en su día y trato hoy de subrayar, a este lobo feroz lo habrá engañado Caperucita, pero quien se lo está comiendo es la Abuelita, y el cañamazo retórico del ardid hay que buscarlo dos milenios y medio más atrás.
Concretamente en el siglo IV antes de Cristo, cuando Eubúlides de Mileto, un sofista de la escuela megárica, contemporáneo de su detestado Aristóteles y maestro de Demóstenes -véanse las Vidas de los filósofos de Diógenes Laercio-, inventó un artefacto dialéctico de carácter paradójico llamado sorites. En griego quiere decir "pila" o "amontonamiento". Lo formaban una serie de silogismos encadenados, de forma que el predicado de cada uno fuera el sujeto del siguiente: todas las flores son vegetales, todos los vegetales son seres vivos, todos los seres vivos son sensibles, todo ser sensible tiene alma, por lo tanto todos los vegetales tienen alma. Toma sorites.
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Ni Tierno Galván en su fundada soberbia -la "Víbora con Cataratas" era, en realidad, un principiante en el arte letal del disimulo, comparado con su sucesora- hubiera sido capaz de construir, pro domo sua, un sorites tan tramposo como el que viene aplicando Doña Redonda. Consta de estos cinco postulados: 1) Manuela se ha visto entorpecida por las guerras intestinas entre facciones y sectores de la izquierda alternativa. 2) La izquierda alternativa necesita líderes generosos sin ambiciones personales. 3) Las ambiciones personales menguan y la generosidad crece cuando se ha alcanzado cierta edad, después de haberlo vivido todo. 4) Si alguien en la política actual ha alcanzado cierta edad y lo ha vivido todo, es Manuela. 5) Por lo tanto, Manuela debe liderar a la izquierda alternativa y todas las facciones y sectores someterse a sus designios.
El círculo lógico del cesarismo, en versión gallina clueca, se cierra así en un negocio redondo, al estilo del Decreto de Unificación dictado en Salamanca en 1938 para acabar con las divisiones en el bando nacional. Lástima que la alcaldesa se haya pasado de frenada, poniendo una única pero innegociable condición a su generosa disposición al liderazgo unificador: la vara de mando.
Lástima que la alcaldesa se haya pasado de frenada, poniendo una única pero innegociable condición a su generosa disposición al liderazgo unificador: la vara de mando
En ese mismo almuerzo, Carmena verbalizó sin ambages, en pleno alunizaje intelectual, lo que ya había venido insinuando. Ha accedido a volver a presentarse para no contrariar a quienes confían en ella, pero, si después de las municipales, no es reelegida por el consistorio resultante -es decir, si no le salen las cuentas para seguir siendo alcaldesa-, abandonará ipso facto la política. A su edad, cumplirá 75 este próximo sábado, no se ve ejerciendo la oposición porque no cree en la política partidista que, según dijo, impone votar en contra, incluso de cosas con las que se está de acuerdo.
Nadie lo había expresado de forma tan franca desde Coriolano. Carmena se presta a volver a participar en un juego que desdeña, haciendo campaña, pidiendo el voto, mostrando sus antiguas cicatrices, siempre y cuando el resultado sea el ejercicio del poder, con su clonado equipo de errejoniles súcubos, para que un maná de doñas Redondas caiga mansamente sobre la plaza de Cibeles y la banda municipal ponga música a su sonata de invierno. Pero si la voluntad popular, plasmada en una mayoría de gobierno, le es adversa y le toca ejercer de simple concejala, entonces dejará tirados, no sólo a sus colaboradores, sino a todos los los que la hayan votado y se marchará a su casa.
Si las elecciones fueran presidencialistas y, por lo tanto, uninominales -o, a lo sumo, con un vicepresidente en el ticket- el planteamiento tendría sentido. Pero es incompatible con el espíritu de un sistema parlamentario en el que ella sólo encabezará una lista de candidatos a ediles. ¿Qué sería de un aspirante a la Moncloa que dijera de antemano que quiere ser César o nada, de forma que ni siquiera piensa ocupar el escaño, si no está seguro de ser investido presidente?
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La propia advertencia de Carmena arrastra la reflexión de que, aun ganando y conservando la alcaldía, existiría un alto riesgo de que, por razones de salud o simple cansancio, no concluyera la legislatura. Su operación caudillista, desbordando y sometiendo a Podemos, IU y demás formaciones a la izquierda del PSOE, a su criterio personal, sería, por eso y en el mejor de los casos, necesariamente efímera. Por mucho que Errejón, Rita Maestre y los demás sublevados contra "la dictadura de las bases" pretendan heredarla, sin la verdadera doña Redonda, sus imitaciones se disolverán como pompas de jabón.
El tiempo juega, pues, a favor de Iglesias, siempre y cuando toda su peripecia personal no haya minado su voluntad de combate. A corto plazo, el dilema es plantar cara a doña Redonda y su gente, aun a costa de tener un mal resultado en las autonómicas y municipales, como haría un bolchevique de pro, o ceder el territorio, a la espera de su reconquista, imitando lo que ya hizo el menchevique tras Vistalegre 2. Pero, más allá de esta encrucijada, a medio plazo, el fundador de Podemos tendrá que resolver dos problemas: cómo enfrentarse a la parte de España que no le gusta, sin ayudar a los que quieren destruirla entera; y cómo demostrar que la alternativa a la política de la "izquierda amable" no es la de la izquierda borde.
Por si le sirve de algo, ahí va el consejo que un veterano político de reconocida adscripción católica, dio hace unos años -yo estaba delante- al expresidente de una comunidad autónoma, traicionado por su sucesor: "Yo, a ese, le pondría cianuro, pero en la hostia consagrada". Fortiter in re, suaviter in modo. Sin más pellizcos en los mofletes, claro.