Cuando investigué la historia humana de los últimos fusilados del franquismo, me impresionó especialmente el caso de Ángel Otaegui Echevarría, un mecánico de Azpeitia, conocido como "Caraquemada", por el color oscuro de su tez. A Otaegui se le acusaba de suministrar información sobre el cabo de la guardia civil, Posadas Zurrón, asesinado por ETA. Un consejo de guerra le condenó a muerte, como cooperador necesario, por el procedimiento sumarísimo, implantado durante el último verano de la vida del dictador para hacer frente a la escalada terrorista.
En el último Consejo de Ministros celebrado antes de las ejecuciones, Franco indultó a cinco miembros del FRAP y al etarra Garmendia, condenado como autor material del asesinato del cabo. En cambio se dio por "enterado" –terrible eufemismo- de las penas capitales impuestas a otros tres miembros del FRAP, al etarra Paredes Manot "Txiki" y al propio Otaegui. Los cinco fueron fusilados al día siguiente, al alba, al alba.
Más allá de la arbitraria capacidad del dictador para trazar una línea divisoria entre la vida y la muerte, la inclusión de "Caraquemada" en la lista de los enviados al paredón causó general sorpresa y una gran consternación en sus abogados, los históricos letrados Juan Mari Bandrés y Pedro Ruiz Balerdi. Era el único de los cinco que no había sido condenado como autor material y, en cambio, Garmendia estaba entre los indultados.
La explicación con la que me topé diez años después no podía ser más tremenda. Resultaba que José Antonio Garmendia, alias "Tupa", había sido detenido en el transcurso de un tiroteo con la policía y tenía una bala alojada en el cerebro.
Cuando la atención mundial estaba puesta en la crueldad de aquellos últimos estertores del régimen, cuando hasta las peticiones de clemencia del papa Pablo VI habían sido desoídas, Franco y su gobierno no podían permitirse ejecutar a una persona en esas condiciones de daño cerebral grave. Pero como su política de ojo por ojo requería que alguien pagara por la muerte de Posadas Zurrón, "Caraquemada" fue fusilado en el patio del penal de Villalón de Burgos, gritando "¡Revolución vasca o muerte!".
Ya que no podían matar al condenado por apretar el gatillo, mataron al condenado por vigilar en la calle. Su suerte fue tan negra como su apodo. Por eso, en mi libro El Año que Murió Franco, bauticé a Otaegui como el "cadáver suplente".
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Desde hace días no puedo dejar de pensar en ese antecedente, cada vez que escucho nuevas ráfagas de epítetos terribles contra José Luis Ábalos, a propósito de su papel en el confuso episodio del paso por Barajas de la vicepresidenta venezolana Delcy Rodríguez. Naturalmente, no porque en Ábalos haya la menor reminiscencia de quien probablemente practicó el terrorismo, en un grado u otro, ni porque en los portavoces políticos y mediáticos que lo acribillan con adjetivos e inferencias se perciba el menor atisbo de sintonía con el franquismo, sino por el efecto sustitutorio que emana de la frustración de no poder proceder contra aquel a quien de verdad se desea castigar.
Ya que no podían matar al condenado por apretar el gatillo, mataron al condenado por vigilar en la calle
Me refiero, en primer lugar, al propio Maduro y su régimen opresor. Su trayectoria de brutalidad y represión, plagada de violaciones de los derechos humanos y de manipulación de los procesos electorales es tal, que resulta imposible anidar sentimientos genuinamente democráticos y no desear su caída.
Con tanta o más razón podría decirse eso de muchas otras dictaduras, empezando por la castrista o, desde luego, por la de Guinea Ecuatorial y, ya picando alto, por la de la China continental. Pero Venezuela nos llega más directamente al corazón porque todos nuestros líderes políticos, sea en ejercicio o en situación de reserva activa, se han implicado, de una manera u otra, en el debate y porque una gran parte de los exiliados ha hecho de España su tierra de acogida.
Además, la autoproclamación del joven y animoso Juan Guaidó como "presidente legítimo" de Venezuela, con el respaldo de la administración Trump, y su reconocimiento por la Unión Europea y los principales países americanos, con el extraño título de "presidente encargado", abrieron hace un año las expectativas de un desenlace inminente. El obituario de Maduro y su régimen detestable parecía ya escrito y sin embargo, no terminamos de poder publicarlo.
Parecía que iba a ser cuestión de dos semanas y ya va para catorce meses. Es evidente que el destituido Consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, erró de plano cuando, dando nombres y apellidos, pronosticó que las grietas en la cúpula del chavismo iban a generar un inminente corrimiento de tierras que alteraría la correlación de fuerzas en favor de la oposición. Todos vimos cómo los llamamientos del propio Guaidó a las Fuerzas Armadas, incluso durante la crisis por el cierre de la frontera a la ayuda humanitaria, cayeron en saco roto y cómo su capacidad de movilización popular se fue diluyendo en la impotencia y el cansancio.
¿De qué está "encargado" Guaidó? Teóricamente de convocar elecciones libres en Venezuela. Pero todos los resortes para hacerlo siguen en las férreas manos de Maduro que es quien mantiene el reconocimiento formal de la comunidad internacional, a través de su representación en la ONU.
Tan razonable es alegar que el régimen de Maduro no será tan feroz, cuando consiente que se consolide dentro de su propio territorio un núcleo opositor que en cualquier otra dictadura estaría abocado -en el mejor de los casos- a convertirse en gobierno en el exilio, como responder que eso solamente sucede porque los chavistas saben que Guaidó sigue gozando de la protección de Washington y actuar contra él supondría un casus belli.
Pero este segundo razonamiento nos aboca a que el gobierno de Maduro debe contar con más apoyo popular del que habitualmente se le atribuye, pues ni esa cuña institucional que representa la Asamblea Nacional, en manos de la oposición, ni la promoción de Guaidó a escala planetaria, ni las sanciones internacionales, han logrado tumbarle.
Los chavistas saben que Guaidó sigue gozando de la protección de Washington y actuar contra él supondría un casus belli
En todo caso, como dijo Lincoln, "a house divided against itself, cannot stand". Una casa no puede mantenerse dividida siempre. Este aparente empate entre un gobierno virtual y otro real no puede prorrogarse ad eternum. Sólo unas elecciones pactadas entre ambos bandos servirían para desatascar la situación y eso sólo puede ser fruto de una negociación, como la que con tanta tenacidad y tan agresiva incomprensión viene impulsando Zapatero. Y, atención, que el bloque opositor es mucho más plural de lo que el protagonismo mediático de Guaidó y el propio Leopoldo López podría sugerir.
Esto no significa que España deba cambiar ni de posición ni de preferencias, por mucho que Podemos haya entrado en el Gobierno. Es una gran incongruencia que Sánchez se haya distinguido por ser el único de los grandes líderes europeos que no ha recibido a Guaidó durante su reciente periplo, después de haber sido uno de los primeros en reconocerle; y eso amplifica, sin duda, la trascendencia del misterioso paso de Delcy Rodríguez por España. Hablemos de ello.
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Las dos claves del enigma son si alguien invitó a la vicepresidenta de Maduro a venir a Madrid y si su escala obedecía a algún propósito concreto. O sea, las circunstancias de su entrada en nuestro espacio aéreo y aterrizaje en Barajas. Me parece no ya conveniente, sino muy necesario que la oposición exprima todas sus posibilidades de averiguar estos extremos -incluidas las judiciales-, por si acaso resultara que hubo una maquinación para burlar las sanciones de la Unión Europea que impedían esa visita o por si acaso la historia de las cuarenta maletas, cargadas de oro, fuera algo más que una fantasía periodística.
Pero claro, si alguno de esos dos supuestos se materializara, toda la responsabilidad recaería en Pedro Sánchez, pues estaríamos hablando de algo que ningún ministro podría autorizar o decidir. Ni siquiera la recién llegada titular de Exteriores, que es quien formalmente sería la responsable de no haber, como mínimo, advertido de la impertinencia de la visita.
Lo absurdo o, al menos desmesurado, es que, ya que no cae Maduro y no tenemos pruebas para acusar de nada concreto a Sánchez, se haya desatado la competición por disparar política y mediáticamente contra Ábalos que, en todo caso, fue quien consiguió que Delcy Rodríguez saliera de Barajas, tan pronto como fue posible en términos logísticos. A lo mejor Sánchez pensó que le correspondía sacarla de ahí, digamos como ministro de Movilidad, pero en la práctica ejerció más bien de gestor de agencia de viajes, buscando la combinación de salida más rápida, fuera en vuelo regular o privado.
Cambiaré por completo de criterio -y bien saben hasta mis peores detractores que no me dolerían prendas- si alguien demuestra que el papel de Ábalos fue otro. Pero, según mis noticias, hasta esa noche no es que no hubiera visto en su vida a Delcy Rodríguez, es que ni siquiera le ponía cara. Y todo su empeño fue transmitirle el mensaje del Gobierno de que debía abandonar el aeropuerto, y el propio espacio aéreo, sin pasar la aduana ni desarrollar actividad alguna en España.
Ya que no cae Maduro y no tenemos pruebas para acusar a Sánchez, se ha desatado la competición por disparar contra Ábalos
Que en sentido estricto pisara o no el suelo español y entrara por lo tanto en territorio Schengen es, con todos mis respetos por los gárrulos gorjeos de algunas opiniones exaltadas, una technicality, de la que, por lo que sabemos, no se derivó daño alguno para nadie.
Ábalos tenía la misión de que la visita que no tocó el timbre girara sobre sus talones y emprendiera otro rumbo. Que, para llevar a efecto ese cometido con éxito, mediara la cortesía de un trato digno, durante las horas imprescindibles, en una sala de espera, sólo probaría el tacto del ministro con la representante de un país en el que España sigue teniendo importantes intereses materiales y una significativa colonia.
Que luego Ábalos se metiera en un jardín, pretendiendo que lo que mantuvo fue un "encuentro" pero no una "entrevista", o dejando en la penumbra muchos aspectos formales de esa gestión nocturna, es harina de otro costal. Ana Pastor le puso en aprietos con su incisiva entrevista, hasta hacerle sudar tinta; pero, por mucho que lo pareciera, no escuchábamos a Gabilondo interrogar a González sobre los GAL porque los cadáveres -que en Venezuela desde luego los hay- no eran suyos. Ni en sentido estricto, por supuesto; ni tan siquiera en sentido político.
De la misma manera que hace dos años, a propósito de la polémica sobre el máster de Pablo Casado, tan zafia y abusivamente explotada por el PSOE, mantuve contra viento y marea, incluido el criterio desviado de la jueza instructora, que "un enchufado no es un delincuente", ahora sostengo que un bombero que tropieza en su manguera no suele ser un pirómano.
Dudo mucho de que, si no aparecen nuevos elementos, hoy desconocidos, este escándalo hipertrofiado tenga recorrido penal. La orden de conservar los vídeos de Barajas no es en sí misma sino otro por si acaso. Pero incluso si se instruyera una causa por prevaricación, el presunto delincuente sería quien permitió aterrizar a Delcy Rodríguez, no quien la obligó a despegar cuanto antes, a costa de un traslado a otro avión, cosa que difícilmente podría haberse hecho sin pisar la tierra.
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Que nadie dude de cuál es mi perspectiva: entre el Gobierno y la oposición liberal, me quedo con la oposición liberal. Tanto en la dictatorial Venezuela como en la democrática España. Pero, precisamente porque me parece esencial que la alternativa que hoy por hoy representan Casado y Arrimadas gane en consistencia y credibilidad, esta sobrerreacción política, contra uno de los ministros más competentes y menos sectarios del PSOE, me parece un grave error.
Si se instruyera una causa por prevaricación, el presunto delincuente sería quien permitió aterrizar a Delcy Rodríguez
De momento, la única consecuencia visible es que Ábalos haya tenido que afrontar algunas escaramuzas parlamentarias y un par de lances desagradables en sendos restaurantes -uno de ellos el Día de San Valentín con su familia-, con esas anchas espaldas y amplias hechuras que cada día le asemejan más al Indalecio Prieto que le antecedió en el entonces Ministerio de Obras Públicas y en el apego a la escritura.
Por dentro queda la decepción de que quienes le pidieron ayuda en el pasado reciente, para amortiguar conflictos y cerrar heridas, no hayan puesto coto ni siquiera a la escalada de los más truculentos adjetivos. Sería una pena que ese puente estuviera roto y esa puerta de atrás quedará cerrada para siempre.
La cuestión de fondo es, en todo caso, si en una legislatura que comienza bajo dos amenazas tan graves, como las que Casado denunció en la última sesión de control –la negociación con el separatismo y el conformismo con el paro-, la oposición debe empeñar tanto brío en el fusilamiento, y encima, de momento, con balas de fogueo, de un suplente del suplente.