En noviembre de 1971 la New York Review of Books encargó a Hanna Arendt un ensayo sobre el contenido de los Papeles del Pentágono. Quienes hayan visto la muy recomendable película The Post serán conscientes del tremendo pulso, suscitado entre la prensa y el poder político, que abrió el camino al caso Watergate e insufló idealismo a raudales a los periodistas de mi generación.
Pero el contenido de los documentos, cuya publicación se dirimía, afectaba a una cuestión todavía más sustancial que el papel de la prensa: la insania que vuelve impotente al poder. ¿Cómo había sido posible que cuatro administraciones norteamericanas se hubieran embarcado en un trágico disparate del calibre de la escalada de la guerra de Vietnam?
A ese interrogante trató de responder, cuatro años antes de su muerte, la filósofa más importante del siglo XX, con un texto de culto titulado La mentira en la política. Podría citar con entusiasmo muchos de sus argumentos pero, por encima de todo, se me quedó grabada la glosa de una "anécdota medieval" que, de repente, he visto revivir esta semana en nuestro Congreso de los Diputados.
Es la historia de un centinela, encargado de advertir a los ciudadanos de la aproximación del enemigo. En un alarde de humor negro, dio una falsa voz de alarma. Lo que hubiera quedado en una simple broma, dentro del género "que viene el lobo", adquirió sin embargo una dimensión épica porque, enardecido por su falaz toque a rebato, el centinela subió a la muralla, a defender la ciudad con fervor guerrero, arrastrando a una multitud con las armas en la mano.
"De ello se sigue -según Arendt- que cuanto más éxito tenga un embustero y mayor sea el número de los convencidos, más probable es que acabe por creer sus propias mentiras". Sobre todo si, a continuación, se oye un disparo, al que responden los cañones de la muralla con toda su potencia; y pronto una densa niebla envuelve el escenario, impidiendo distinguir si hay tan siquiera enemigo o no, entre los cascotes de lo destruido. Es lo que el propio Robert McNamara, en su confesión autocrítica, bautizó como "The Fog of War".
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Cuando, en menos de 24 horas, nuestro parlamento ha tenido que escuchar cañonazos tan tremendos como el que Cayetana Álvarez de Toledo dirigió a Pablo Iglesias ("usted es hijo de un terrorista") o el que Iglesias hizo retumbar contra Vox ("a ustedes les gustaría dar un golpe de Estado"), no es sencillo conservar la visión a través de tamaña polvareda.
Pero si apartamos todas las cortinas de humo, yo sigo identificando, sin ningún género de duda, a Fernando Grande Marlaska como ese centinela mentiroso. Con la salvedad de que, por mucho que la invocación del "proceso natural de reconstitución de equipos basado en la confianza", como detonante del cese del coronel Pérez de los Cobos, suscite risa, lo que movió a Marlaska a mentir no fue un ataque de humor macabro, sino la pretensión de tapar un presunto delito, aun a riesgo de amplificarlo.
La gran mayoría de los españoles -un 73% según nuestro sondeo- sabía ya que el respetado militar había sido fulminado por su negativa a desobedecer a la jueza del 8-M, espiar la marcha de su instrucción, ejercer de soplón al servicio del Gobierno y chivarle el contenido del informe de la Guardia Civil. Y lo sabía porque todos los medios, de todos los colores, en una muy poco habitual coincidencia, habíamos publicado múltiples detalles que abocaban a esa inexorable interpretación.
De hecho, la mejor prueba de que todo estaba relacionado con el informe de los subordinados de Pérez de los Cobos fue el airado denuedo con que los medios gubernamentales se entregaron a la tarea de intentar desacreditarlo. Que si tenía una fecha equivocada, que si transcribía mal un testimonio, que si denotaba un sesgo ideológico.
Lo que movió a Marlaska a mentir no fue un ataque de humor, sino la pretensión de tapar un presunto delito
Los niveles de histeria de algunas de esas críticas -una importante cadena de radio llegó a vincular el informe con el voto en las manzanas cercanas a cuarteles de la Benemérita- y la propia sobreactuación que supone el cese de Pérez de los Cobos, denotan unos niveles de ofuscación muy poco frecuentes. Sólo comprensibles si consideramos cómo la izquierda gobernante, arrastrada por Podemos, ha transformado los logros del movimiento feminista, fruto de décadas de esfuerzo y cambio social, en una mística excluyente y agresiva.
Si Marlaska, promocionado por el PP en su cursus honorum judicial, no se hubiera imbuido de la furia del converso -ahí estaba, posando en uno de los extremos de la pancarta de la manifestación del 8-M-, tampoco se habría sentido tan concernido en el empeño de proteger lo adecuado de su celebración. Cualquiera diría que, además de la pertinencia de la autorización administrativa, estuviera en juego la reputación de las organizadoras y Marlaska debiera velar por ellas, torpedeando la mera indagación de si sirvieron como involuntarias diseminadoras del virus.
Viene aquí a cuento la reflexión de Hanna Arendt sobre la desproporción entre medios y fines, reflejada en los Papeles del Pentágono: "Se trata de un increíble ejemplo del uso de medios excesivos, para alcanzar fines menores, en una región de interés marginal".
Marlaska sabe, mejor que nadie, que ni la apertura de un sumario, ni las diligencias o calificaciones de una instructora significan gran cosa, si no son refrendadas por las instancias judiciales superiores. El ejemplo más palmario es la investigación que la propia Carmen Rodríguez-Medel hizo sobre el máster de Casado: ella veía indicios de delito y envió al Supremo una exposición razonada, pero el alto tribunal la archivó de plano, con apabullante fundamento jurídico.
¿Por qué no esperar serenamente a que la jueza valorara el informe de la Guardia Civil y el TSJ de Madrid las resoluciones de la jueza, habida cuenta de la enorme dificultad de probar -a la luz de la jurisprudencia- la prevaricación administrativa, único delito por el que ya se investiga al delegado del Gobierno?
Sólo el ansia de Marlaska por hacer méritos ante sus compañeros de Gobierno, y especialmente ante Pablo e Irene, explica el ataque de autoritarismo, arbitrariedad e ira que le llevó a cesar abruptamente a Pérez de los Cobos. Y, sobre todo, el atolondramiento que le hizo dejar un rastro de testigos, capaces de acreditar, en una comisión de investigación o en un juzgado, lo que, en definitiva, podría caracterizarse como un acto de obstrucción a la justicia. Algo doblemente grave, tratándose de un magistrado.
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Había que sacar al soldado Marlaska del atolladero. El primer requisito era que se aferrara a la mentira de un relevo normal por pérdida de confianza, sólo relacionado por la casualidad cronológica con el episodio del informe.
Pero para mentir a barba partida con convicción no basta ser un oportunista sin principios. El arte de la mentira requiere habilidades dialécticas, capacidad de persuasión, virtuosismo interpretativo y cara de cemento. Felipe González o Rajoy tenían esas cualidades. Marlaska, no.
Su caso se parece mucho más al de Cospedal, la María Dolores de las Mentiras de la "indemnización en diferido en forma de simulación". No pediré que nadie le llame Fernando Grande Mentira, para no contribuir a la escalada de descalificaciones personales que tanto envenena hoy nuestra vida pública. Pero es evidente que nunca podrá liberarse de ese estigma y menos aún si sigue atrapado en la frenética huida hacia delante, en la que le ha embarcado Pablo Iglesias.
La mentira requiere habilidades dialécticas, capacidad de persuasión y virtuosismo interpretativo. González o Rajoy tenían esas cualidades. Marlaska, no
Porque, contemplándolo acorralado en el Congreso, balbuceante en su escapismo, incapaz de responder a las cinco preguntas de Macarena Olona, certeras como puñales, el vicepresidente segundo vio el cielo abierto para tomar el relevo de la impostura y representar la segunda parte de la "anécdota medieval" de Arendt. Fue él quien arrastró, entre ovaciones guerreras, al grupo socialista hasta la muralla de su "alerta antifascista", en pos de una confrontación, lo más cruenta posible, con las derechas golpistas que todos los días imagina, desea, necesita e inventa.
Lo hizo, en primer lugar, retorciendo la invocación, por parte de García-Egea, del precedente del Duque de Ahumada, cuando dimitió para no cumplir una orden injusta. Iglesias llegó a presentarla, entre histriónicos aspavientos, como una incitación del PP a la "insubordinación" de la Guardia Civil. ¡Cómo abusa este demagogo de la incuria histórica y jurídica del común de la opinión!
¿Acaso pretendía decir que Narváez, el "espadón de Loja", al que paró el carruaje el cabo a las órdenes de Ahumada, podía abusar del poder a su capricho? ¿Y que, consecuentemente, Pérez de los Cobos tenía que haber cumplido el requerimiento ilegal de sus superiores y haber "articulado los mecanismo adecuados" -como le pidió la directora de la Guardia Civil- para engañar a la jueza, incurriendo así en un delito, y que el no hacerlo le convirtió en un "insubordinado"?
Por supuesto. A la hora de estimular el encono de unos españoles contra otros, Iglesias está demostrando que carece de límites legales, intelectuales o morales. Su obsesión es generar una espiral acción-reacción que se lleve por delante lo que él llama "el régimen del 78", anclaje en la Unión Europea incluido, hasta provocar una catarsis revolucionaria, en la que no haya "reconstrucción", sin que el actual orden social quede antes reducido a escombros.
Hay que reconocer que en ese empeño es un virtuoso de una especie de amicofilia política, consistente en arañar una y otra vez a sus antagonistas, con provocaciones, mofas y agravios, hasta que a alguien se le escape una bofetada dialéctica. Entonces alcanza el éxtasis porque, sobre ese anhelado golpe recibido, construye su relato como víctima y denunciante... del golpismo. Que, naturalmente, no es sino una secreción fétida más de esas "cloacas del Estado" que tantas horas de gloria y martirio le han proporcionado, mediante la burda, y tal vez delictiva, manipulación de pruebas judiciales.
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Detesto ambos extremismos, pero la inteligencia caníbal de Pablo Iglesias, muy superior a la de todos los demás miembros del Congreso, constituye un peligro para nuestra democracia -y en primer lugar para Pedro Sánchez- mucho más grave que todos los cláxones, bíceps, cacerolas y delirios celtibéricos de Vox juntos. Es el síndrome del resentimiento. A Desdémona la puede matar cualquier Otelo ofuscado, pero detrás de todos ellos habrá siempre un mismo Yago con coleta.
Cayetana cometió un grave error, al entrar al trapo del quite con el que Iglesias consiguió apartar al PP de su objetivo y desplazar la atención del respetable. De la indignación por la mentira con la que Marlaska encubría su abuso de poder pasamos al estupor ante la crispación de una vida política en la que los arañazos en el abolengo se responden con el restallido de un látigo. ¿Yo, "señora marquesa"? Pues tú, "hijo de padre terrorista". Y que el mundo se derrumbe sobre nuestras cabezas.
A la hora de estimular el encono de unos españoles contra otros, Iglesias está demostrando que carece de límites legales, intelectuales o morales
Comprendo que esa estocada sobre la "aristocracia del crimen" era irresistiblemente ingeniosa; pero así como en los periódicos nos perdemos muchas veces por un buen titular, la contención y el autocontrol son condición sine qua non cuando se sube a la tribuna del Congreso. Nadie encontrará en el Diario de Sesiones que Aznar caracterizara nunca así a González, cuando, en los tiempos de los GAL, ni siquiera hubiera necesitado hacer carambola en ningún progenitor o ancestro.
Lo de menos es si el padre de Pablo Iglesias militó en el FRAP o más bien en el PCE (m-l), aunque a su hijo le parezca más heroico lo uno que lo otro. Lo de menos es si, en medio del caos descrito en mi libro El año que murió Franco, bastaba compartir unas siglas para ser considerado "terrorista", más allá de los términos del decreto aprobado por el dictador en sus estertores. Esa no es la cuestión y seguiría sin serlo, incluso si Iglesias Pérez hubiera colocado bombas o matado a un policía a martillazos, que no es el caso. Insistir en ello es seguir haciéndole el juego a Iglesias Turrión.
Su arenga victimista, desde la atalaya de la comisión de Reconstrucción, le ha servido para convertir la mentira de Marlaska en munición, agitando el fantasma de la "insubordinación" de un cuerpo armado y reintroduciendo en el imaginario colectivo, nada menos que el concepto de "golpe de Estado". Como si una varita mágica, en manos de Vox, pudiera convertir los coches con banderas en tanques artillados y las cacerolas en fusiles de asalto.
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Como de costumbre, toda sístole va seguida de su diástole e Iglesias ha levantado el pie del acelerador en materia de nacionalizaciones, derogación de la reforma laboral, canonización de los Jordis y denuncia del "golpismo". Como advierte Montaigne, "nada hay que revele mejor el ímpetu de un caballo como su capacidad de parar en seco".
Pero eso no significa que el marco mental de una parte de nuestra opinión pública no se haya desplazado. Estábamos diseccionando la arbitrariedad de Marlaska y, al prensar la pólvora con su mentira, Iglesias ha arrastrado a la izquierda mediática y social a la almena de la paranoia: menos mal que nuestro buen ministro desbarató a tiempo el conato de intentona golpista del coronel Pérez de los Cobos, Cayetana y la división acorazada de Vox. O sea, como cuando el socialismo Botejara se movilizaba indignado porque la derecha pretendía "quitarle el despacho al hermano de Arfonzo".
Para esos cañoneos ciegos le sirve a Pedro Sánchez la alianza con Pablo Iglesias. Llegará un día en que la niebla de la guerra se disipe y mis amigos socialdemócratas examinen, desolados, los escombros de la nación, por los que los votantes les pedirán acerbamente cuentas. Entonces les remitiré a un pasaje de ese texto mítico, en el que Hanna Arendt se pregunta "cómo pudieron invertirse tantos esfuerzos en mostrar la impotencia de la grandeza"; y responde que todo comenzó a irse a pique "cuando los embusteros empezaron a engañarse a sí mismos".