Aunque todos consideramos la insensata moción de censura de Murcia como el punto de partida de estas dos semanas en las que la política española pareció volverse loca, hay que retroceder, casi dos meses más, para identificar el momento en que se manifestó el virus. Porque fue otra la palanca que desató el “vértigo” de esa “montaña rusa -certeramente descrita por Emiliano García Page-, en la que nunca tienes los pies en el suelo y terminas más o menos cerca de donde habías salido”.

Ilustración: Javier Muñoz

Ocurrió el domingo 17 de enero cuando, mostrando su moño más rampante, el vicepresidente Pablo Iglesias dijo haberse caído del guindo, o del caballo. “Me he dado cuenta de que estar en el Gobierno no es estar en el poder”, aseguró en el programa Salvados de La Sexta. Acabáramos. Si la cima no está en la cima, adiós piedra de Sísifo.

¿En qué basaba tan sorprendente disociación alguien que, para plasmar su voluntad en el BOE sobre cualquier asunto -hágase- sólo necesita convencer a su socio de coalición? Muy sencillo: en que “ningún rico ni poderoso está dispuesto a aceptar fácilmente una decisión, aunque sea democrática”. Y, a modo de concreción, en que “las patronales inmobiliarias presionan y a veces convencen al Ministerio de Economía e incluso dentro del Gobierno estás discutiendo con un ministro que hace suyos sus argumentos”.

Pareció una boutade, pero no lo era. Iglesias ha dado el mayor campanazo de nuestra historia democrática, al arrojarse por la ventana para dejar el poder administrativo del Consejo de Ministros, en pos del Poder heroico que supondría alterar el curso de la Historia, en la Comunidad de Madrid, en un dramático pulso entre el ángel igualitario y la bestia “criminal” de la “ultraderecha”. Una bestia llamada Isabel.

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El problema no eran los “ricos” pues, en relación a la media de los españoles, el propietario de un lujoso chalé en una parcela de más de dos mil metros en Galapagar forma parte de ese grupo. Tampoco las “patronales inmobiliarias”, pues en la misma entrevista también reconocía “presiones de la plataforma antidesahucios”. El problema era esa letra minúscula de la gestión con que se ejerce el poder, con límites y sin alharacas, en una democracia consolidada. La aburrida necesidad de convencer, cada día durante cuatro años, tras vencer en una sola jornada gloriosa.

Después de haber dado tanto tiempo la matraca con lo de “asaltar los cielos”, después de haber tenido nueve meses bloqueadas las instituciones, repetición electoral incluida, para conseguir que le nombraran vicepresidente, ha bastado un año en el Gobierno para que Iglesias haya quedado poseído por el síndrome del cormorán chino.

Me refiero a esas aves de densas alas negras y picos tan largos y eficientes como los del cuervo a las que los pescadores asiáticos atan un cordel en el cuello para que no puedan tragarse los peces que pescan. El cormorán se sumerge a pocos metros de profundidad, como si fuera humano. Cuando emerge con su presa -sea una subida limitada del salario mínimo, sea un ingreso vital de carácter restringido, sea una ley incentivadora de la bajada de alquileres pero no confiscatoria-, el cormorán abre el pico, deja su captura sobre el muelle y vuelve a sumergirse sin haber engullido nada.

Iglesias ha decidido rebelarse contra esa restricción y romper el cordel que oprime su garganta para que el mundo entero, empezando por la Comunidad de Madrid, quepa en su bandullo. De momento quiere comerse a Isabel Díaz Ayuso para encerrarla en la prisión de su vanidoso ensimismamiento. Es la rebelión de Lucifer contra todo orden, equilibrio y armonía porque Pablo Iglesias no quiere ser vicepresidente, sino Dios.

Ha bastado un año en el Gobierno para que Iglesias haya quedado poseído por el síndrome del cormorán chino

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Lo dijo el más perspicaz oráculo monclovita, sólo parcialmente citado en el titular que abrió al día siguiente la portada de EL ESPAÑOL: “No debería haber tirado los dados y jugar a ser Dios”. Nadie como esa fuente autorizada tiene tan calado a Pablo Iglesias y entiende mejor sus quimeras. Probablemente, sin necesidad de haber leído a Byung-Chul Han. Pero todo está en Byung-Chul Han.

Hace ya cinco años que la Editorial Herder publicó en España, en una colección dirigida por el luego efímero presidente del Senado, Manuel Cruz, el ensayo Sobre el poder de este filósofo surcoreano afincado en Berlín. Pocas obras tan sugerentes han pasado por mis manos.

Muy influido por el idealismo de Hegel, antes de abordar la “metafísica del poder”, Han establece la premisa, irónicamente luminosa, de que “el poder brilla por su ausencia”. Lo argumenta de manera convincente porque “un poder absoluto sería uno que nunca se manifestara, que nunca se señalara a sí mismo que, más bien se fundiera del todo en la obviedad”.

O sea, en la paz del consenso, en la que, como en la Sepharad de Espríu, “la lluvia caiga, poco a poco, en los sembrados y el aire pase como una mano extendida, suave y muy benigna sobre los anchos campos”. Por supuesto, “eternamente”.

Esa es la idea hegeliana de Dios, como máxima expresión metafórica de la capacidad espiritual de integrar la diversidad humana: “Dios es poder porque es el poder de ser él mismo. Representa la figura de una intermediación máxima… Dios se contempla a sí mismo en el mundo como si estuviera contemplando lo distinto de sí… Regresar a sí en lo distinto es el rasgo fundamental del poder”.

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En el otro extremo de la interpretación y desempeño del poder, Han sitúa la “autoafirmación neurótica que conlleva la negación de lo distinto”. He aquí la diferencia esencial: frente al anhelo de los estadistas de “regresar” y manifestarse siempre “en lo distinto”, late la pulsión de los demagogos por “negar lo distinto”.

En palabras del teólogo existencialista protestante Tillich, “lo que caracteriza al neurótico es que sólo puede incluir en sí una medida escasa de no ser”. O sea, una mínima parte de los demás. Por eso “huye de su peligro de no ser, evadiéndose a su pequeño y angosto castillo”.

Y Han añade, describiendo involuntariamente a Pablo Iglesias: “La intermediación pobre, la falta de capacidad para intermediar, conduce a un espíritu limitado y neurótico”.

Han sitúa la “autoafirmación neurótica que conlleva la negación de lo distinto”

Iglesias ha constatado que, junto al poder, siempre coexiste lo que el filósofo surcorerano describe como “el atrio del poder”, concebido como una “nebulosa atmósfera de influencias indirectas”, en la que resulta ineludible esa intermediación con lo distinto. Algo inasumible o más bien insoportable para Iglesias, en la medida en que incluye y, esto es lo que peor lleva, el pluralismo de los medios de comunicación.

Cuando Iglesias mira a la Moncloa del imperturbable Pedro Sánchez, con su agenda poliédrica y su libro de visitas arcoíris, sólo ve lo que Carl Schmitt describió como “la habitación del enfermo en la que algunos amigos están sentados junto a la cama de un hombre paralizado y gobiernan el mundo”.

Él cree que sólo expulsando a esos “amigos” -a todos los mercaderes del templo- y convirtiendo la “habitación” en cuartel general de operaciones -el mito del instituto Smolny- habrá allí, algún día, un líder, empeñado en la salvación de la salud pública, capaz de hacerse cargo de la felicidad del “mundo”. O sea, él.

Pablo Iglesias se va del Gobierno furtivamente para intentar volver bajo palio. Deja el poder porque quiere el Poder. La retirada al “pequeño y angosto castillo”, mediante un sacrificio útil, es el paso atrás para tomar impulso. Pero con la caldera a punto de reventar porque en ella no caben ya ni su egoísmo, ni su ambición, ni su intolerancia extrema.

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Es el hámster atrapado en la rueda de una pasión irrefrenable. Los grandes pensadores lo explicaron hace tiempo. “Sólo hay poder en la medida en que siga siendo un querer ser más poder” (Heidegger); porque “lo que el hombre quiere, lo que toda mínima parte de un organismo vivo quiere es un más de poder” (Nietzsche); y resulta que lo peor del caso es que “la causa ya no reside en que un hombre espere alcanzar alegrías más intensas que las que ya ha alcanzado, ni en que pueda estar satisfecho con un poder modesto, sino en que el poder y los medios para una vida buena que tiene actualmente no puede asegurarlos sin adquirir más” (Hobbes).

Es esta insatisfacción permanente la que desemboca en el desquiciamiento del cuando tienes lo que quieres, no quieres lo que tienes. Tal vez porque “el placer que proporciona el poder se explica por la desgana experimentada cien veces a causa de la dependencia; si falta esta experiencia, entonces también falta el placer” (Nietzsche).

Por algo elegí una cita del revolucionario, Pierre Manuel, devorado como tantos por su padre Saturno, como introducción a mi libro El Primer Naufragio: “Una idea me atormenta, ¿no será mejor esperar la libertad que poseerla?”.

Es esta insatisfacción permanente la que desemboca en el desquiciamiento del cuando tienes lo que quieres, no quieres lo que tienes

Eso mismo podría decirse del poder, de la superioridad de la expectativa del paraíso a la abulia que sucede a la consumación de su asalto. Contra Franco, contra “el régimen del 78”, contra la cal viva de Felipe, contra Aznar, contra Rajoy o contra Sánchez, al menos los lunes, miércoles y viernes, Pablo Iglesias vivía mejor. Ahora necesita convencernos de que Isabel Díaz Ayuso compendia lo peor de todos esos tipos y conceptos porque sólo ella da, de repente, sentido a su vida.

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'El bebedor de absenta'.

'El bebedor de absenta'. Viktor Oliva

Como el protagonista de El bebedor de absenta, el famoso cuadro de Viktor Oliva que sigue colgado en un café de Praga, en su deambular por la ciudad en busca de oportunidades para encontrarse a sí mismo, Pablo Iglesias ha ido subiendo la apuesta de sus alucinaciones hasta encontrar al fin al hada verde.

Sueña con ver entrar en prisión a Díaz Ayuso pero está encadenado a ella porque la necesita, cual Herodías de la danza de los mil velos del capitalismo opresor, como objeto de vilipendio. Si no es capaz de demostrar que la presidenta de Madrid es como él dice que es, entonces no podrá hacer presidente a Gabilondo para poder derrocar a Sánchez y tendrá que centrarse, como sugería el chiste de Tomás Serrano el otro día, en el arduo tablero de la pugna por el control del ayuntamiento de Galapagar, punto neurálgico de la lucha por la emancipación de la humanidad doliente.

Ilustración: Tomás Serrano

“Quizá el neurótico también sea alguien que queda bajo la coerción de recuperarse a sí mismo en todas partes, de ser en todas partes él mismo”, explica Byung-Chul Han. “En cierto sentido también el Dios o el espíritu de Hegel es una manifestación de esta neurosis”. La neurosis del sacrificio victorioso, al servicio de la redención colectiva.

El Boletín Oficial del Estado ya no le importa. Los ojos del bebedor de absenta salen de sus órbitas para tratar de apoderarse del hada verde. No se levantará de la mesa hasta conseguirlo. Si supiera cómo, la “azotaría hasta que sangrara”, pero el látigo se perdería entre los vapores del éter y un sarpullido de gotas verdes germinaría, cual lluvia de estrellas, sobre las praderas electorales vecinas.

El bebedor de absenta ha hincado los codos sobre la mesa. Ese hombre no se moverá de ahí hasta que obtenga los dones del dios que engendraron Zeus y Semele. Gabilondo y Errejón le observan atónitos, bandeja y servilleta en ristre. De aquí al 4 de mayo les pedirá una ronda tras otra. Tirará los dados cuantas veces haga falta. Si Van Gogh se cortó la oreja bajo el influjo del fuego de la botella verde, Iglesias apostará al menos la coleta.

Pero el desenlace ya está escrito. La absenta se prohibió a comienzos del siglo pasado en Francia. Oscar Wilde explicó sus efectos: “Después del primer vaso, uno ve las cosas como le gustaría que fuesen. Después del segundo, uno ve las cosas que no existen. Finalmente, uno acaba viendo las cosas tal y como son, y esto es lo más horrible que puede ocurrir”. El final del viaje a ninguna parte de la montaña rusa. Y Moscú nunca cree en las lágrimas.