No creo que, pese a su condición de nacido un 29 de febrero, el presidente Sánchez sea aficionado a la numerología. Pero me llamó la atención que en la ya ritual apertura de curso en Casa América enfatizara que ese 1 de septiembre se cumplían 603 días desde el 7 de enero de 2020 en que comenzó su actual mandato. ¿A qué venía esa cuenta de la vieja?
Me pareció significativo que, puestos a hacer balance de gestión, Sánchez no sumara los 584 días anteriores en los que permaneció en la Moncloa tras el triunfo de su moción de censura contra Rajoy, el 1 de junio de 2018. Máxime cuando eso le hubiera permitido alardear de haber superado con creces el hito de los mil días gobernando.
Tal vez en su subconsciente ese periodo de interinidad y provisionalidad, con dos frustrantes elecciones generales de por medio, no sea sino un largo preámbulo. Una especie de prólogo o proemio hasta una segunda investidura fetén, fruto de una victoria electoral repetida y una mayoría parlamentaria emanada de las urnas a trancas y barrancas.
Esto indicaría que mentalmente Sánchez se ubica en su primer mandato y ya tiene en el horizonte presentarse a la reelección, a finales de 2023 o comienzos de 2024, con el propósito de abordar una segunda legislatura completa, lo que -caso de conseguirlo- le podría llevar a gobernar casi diez años ininterrumpidos.
Dentro de ese escenario de luces largas la mención de los 603 días transcurridos desde la consumación del que yo bauticé como “pacto del insomnio”, pues suponía encamarse con quienes había dicho que no le dejarían dormir, dejaba traslucir un mensaje irónico.
Iba dedicado a cuantos auguraron que una combinación tan aparentemente estrafalaria con el dinamitero Pablo Iglesias en una vicepresidencia y su cónyuge en un ministerio tan mediático como Igualdad, dependiendo además todo el tinglado del voto de partidos como Esquerra o Bildu, duraría unos pocos meses.
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Siete trimestres después, Sánchez avista ya el ecuador de la legislatura tras haber pasado por una tremenda pandemia en la que ha cometido graves errores y transgredido serios límites legales, sin el menor indicio de que su caída esté próxima.
Máxime después de que la única víctima mortal de la detonación del hombre bomba que se sentaba en el Consejo de Ministros haya sido él mismo y las únicas heridas graves sus protegidas Irene Montero y Ione Belarra, reducidas a meras comparsas de la ambición rubia de Yolanda Díaz.
La nueva líder, no se sabe bien si de Unidas Podemos o Izquierda Unida, comparte con Sánchez el uso terapéutico de los guantes de seda cuando maneja el más afilado y lacerante instrumental de hierro. A diferencia de Iglesias que, en actos como el de Casa América se sentía contaminado por los mercaderes que pululan por lo que él llamaba “el atrio del poder”, Sánchez y Díaz entienden que es precisamente en esos espacios donde convergen intereses contrapuestos, en los que más se retroalimenta la autoridad arbitral del Gobierno.
Pactar las discrepancias y la gestión de sus consecuencias está siendo ya más sencillo entre los dos socios desde la salida de Iglesias. Quienes cuentan con la implosión espontánea del Gobierno pueden esperar sentados. Ya no son sólo los ciento y pico sueldos los que retienen a los morados. También entre ellos empieza a surgir un sentido pragmático y posibilista de la gestión del poder.
La última esperanza de los profetas del desmoronamiento rápido de la actual mayoría se ha disipado esta semana en Barcelona cuando Pere Aragonés ha aceptado la Mesa de Negociación como un fin en sí mismo, desligada de sus propios frutos. Es decir, cuando Sánchez ha pasado su primera prueba de fuego en el diálogo con los separatistas sin hacer la menor concesión adicional a la irritante pero vacía liturgia bilateral.
No en vano ha sido la semana en la que, de acuerdo con sus propias cuentas, el presidente ha alcanzado y rebasado el primer día correspondiente al llamado número del nombre de la Bestia.
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Me refiero a la marca que identificaría al Anticristo, bajo la que se escondería Satán, tal y como quedó apuntado en el último libro de la Biblia o Apocalipsis de San Juan. Digo “el primer día” porque, según la interpretación más divulgada en la cultura popular, el número del nombre de la Bestia, o más sucintamente el número del diablo, sería el 666. Habría que esperar al próximo 3 de noviembre, según el cómputo de Sánchez. Pero estudios más recientes y fiables lo identifican como el 616 y esa es la cota superada esta semana.
La discusión parte de la traducción de los correspondientes números romanos, representados con letras. Si el número infernal fuera DCLXVI (666) estaría revelando que Domitius Caesar Legatos Xti Violenter Interfecit, o sea que "Domiciano César mató vilmente a los enviados de Cristo".
Pero los llamados "papiros de Oxford", hallados a finales del siglo XIX en un vertedero de basuras del Alto Egipto, vinieron a corroborar la tesis de San Irineo de Lyon, de que la “L” de “legatos” o “enviados” no era sino un añadido postizo y prescindible. Irineo, discípulo predilecto del obispo Policarpo que a su vez había tratado en persona al evangelista Juan, fue el primero en sostener que el número que revelaba el “Nombre de la Bestia” era el DCXVI (616) porque establecía lisa y llanamente que “Domiciano Cesar mató vilmente a Cristo”.
En ambos casos se señalaba a la misma persona. Domiciano era el nombre original de Nerón antes de ser prohijado por el emperador Claudio. Pero esto es lo de menos; de la misma forma que el camino por el que Lutero, Calvino y Knox llegaron a la conclusión de que el verdadero Anticristo -la Bestia de la revelación- era en realidad la Iglesia Católica, corresponde a otra historia. Lo que viene a cuento es que el primer número que vino a dar miedo a los creyentes fue el 616.
En el caso de Sánchez todo habría cuadrado a la perfección si al frente de la Generalitat hubiera seguido Quim Torra, legendario glosador de “Quan les bèsties parlaven”, pues el presidente dedicó la jornada 616 -martes 14 de septiembre de 2021- de su cómputo heroico a preparar la reunión con su imaginario homólogo catalán. El problema es que el interlocutor era Pere Aragonès, a quien -por su pachorra y pasividad- empiezan a denominar “el Rajoy catalán” y eso rebajó considerablemente el lustre luciferino de la ocasión.
A la hora de la verdad el papel del líder separatista que llegaba reivindicando la amnistía y autodeterminación ni llegó a llenar el del “valentón” del famoso soneto cervantino. Aragonés ni siquiera “caló el chapeo”, ni siquiera “requirió la espada”. Tan sólo “miró al soslayo” y enseguida “fuese y no hubo nada”.
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¿Arredró eso a los monocordes debeladores del presidente? Su reacción fue la misma que si se hubiera repetido la vergonzosa -y peligrosa- declaración de Pedralbes. Como si Sánchez no hubiera cerrado el miércoles el paso a la autodeterminación con su contundente “Sobre España decidimos todos los españoles, no una parte”.
En el maniqueísmo rampante que nos corroe, una buena porción de la ciudadanía y casi todos los locutores, tertulianos y columnistas tienen ya decidida su opinión sobre cualquier hecho antes incluso de que suceda.
Los insultos de la extrema derecha cayeron litúrgica y purificadoramente sobre Nerón Sánchez como si, además de haber dejado Barcelona en llamas, impulsado el precio de la luz hasta la estratosfera y consentido la nueva subida del Salario Mínimo, hubiera sido también el culpable del incendio de sexta generación en Sierra Bermeja. Ni un cubo de agua para ayudar al exorcizado como pirómano diabólico, aunque pretenda ejercer cuando le toca como esforzado bombero.
Es verdad que esos vituperios quedan cumplidamente compensados por las loas de quienes conciben la trayectoria de Sánchez como una especie de expresión política de la llamada proporción aurea, fruto de la conocida como sucesión de Fibonacci, en la que el acierto de cada día se agrega a la suma de los anteriores y así pasamos del 0 al 1, del 1 al 2 y del 2 al 3, pero nos vamos luego del 3 al 5, del 5 al 8, del 8 al 13 y así hasta el infinito.
Es tanto el almíbar derramado sobre el Sánchez Imperator que cualquiera diría que entre la izquierda abundan los devotos de esa variante espiritual de la numerología que, según un blog especializado, “trata de comprender los significados secretos de los números que nos llegan como mensajes enviados desde los cielos”.
Seguro que durante la vigilia del martes, mientras otros celebraban que el día de la Bestia cuadrara con su detestado nombre, no faltó quien leyera al presidente el fragmento de ese devocionario numerológico, correspondiente a la fecha:
“El número 616 resuena con una energía positiva en general; refleja una personalidad amable, honesta, afectuosa, protectora y estable, a la vez que valiente, impulsiva, ambiciosa y activa. Este número es un presagio positivo y una verdadera bendición de tus ángeles guardianes”.
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Ni arcángel ni demonio. Sánchez está demostrando ser un gobernante hábil y pragmático, capaz de moverse en la escueta baldosa en la que le han colocado el destino, la voluntad popular y la aritmética parlamentaria. Limita al norte con la disciplina de la Unión Europea, al sur con el oportunismo de Marruecos y la presión migratoria, a la izquierda con la demagogia populista de Podemos y a la derecha, no sólo geográfica, con la deslealtad crónica del separatismo insolidario.
El balance de sus 616 primeros días no merece desde luego trompetería seráfica alguna, pues se han producido graves abusos de poder, engendros legislativos en materia educativa o transgénero, desgarros irreparables en los consensos de la Transición, errores garrafales en la política exterior y una irresponsable gestión del gasto que puede engendrar desastrosos desequilibrios a medio plazo.
Pero lo ocurrido tampoco encaja en esa primera revelación numérica del nombre de la Bestia causante del apocalipsis comunista que acabará con la unidad de España. Al cabo de 616 días ni nos han expropiado nuestras propiedades, ni se han nacionalizado las empresas, ni -gracias en parte al escudo autonómico- ha habido subidas indiscriminadas de impuestos, ni se ha recrudecido el proceso secesionista catalán, ni parecen en peligro la Monarquía o el conjunto del orden constitucional.
Claro que no podemos conformarnos con tener un Gobierno cuyos daños no sean necesariamente letales. España necesita que cuando lleguen las próximas elecciones exista una alternativa liberal lo más consistente posible al proyecto socialista de Sánchez. Pero esa alternativa no se construirá, y menos aún se percibirá, si Vox tiene que ser el guardián de nuestras libertades ante el TC –“Quis custodiet ipsos custodes?”-; si en el seno del PP se extiende la guerra civil ya desatada entre Génova y la Puerta del Sol; y si a la complejidad de los debates sólo se acude matutinamente con la impotencia de la cotidiana catarata de insultos.