El pasado 6 de abril Salvador Illa hizo uno de sus actos de precampaña en Sant Joan Despí, uno de los feudos socialistas del Bajo Llobregat. Unas quinientas personas le apoyaron entusiastas en un local cerrado con la alcaldesa y los dirigentes comarcales del partido en primera línea. Terminado el mitin, tuvo que quedarse casi media hora para hacerse selfies con los militantes y en un momento dado alguien le dijo: "Gracias por no insultar a nadie".
Es la voz que aún resuena en sus oídos cinco semanas después y con la primera victoria en votos y escaños de la historia del PSC, en unas elecciones catalanas, ya en el bolsillo. Más allá del sentido literal de la expresión —seguro que alguna que otra palabra subida de tono se le habrá escapado también a él en algún momento—, Illa se aferra a la filosofía que destila.
"La clave de mi victoria ha sido la estrategia de la no confrontación", les ha confiado a sus más cercanos. "Eso ha dividido al separatismo".
Illa no se refiere tanto a la campaña como a los tres años y tres meses previos durante los que su estilo pragmático, moderado y dialogante fue calando después de que su empate con ERC en el 21 resultara insuficiente frente a la mayoría "indepe". Y sobre todo, se refiere al periodo en el que, tras la salida de Junts en octubre del 22, el gobierno de Aragonès se quedó en sangrante minoría.
En lugar de tratar de rematar a ese gobierno y a pesar de las descalificaciones de Oriol Junqueras y otros líderes de ERC que le asociaban con el 155 y la "represión", Illa lo sostuvo con respiración asistida, apoyando sus presupuestos del 23. E iba a hacer lo propio con los del 24, si los Comunes no los hubieran torpedeado.
Ha sido esta paciente estrategia de la araña, muy anterior al órdago de la amnistía de Sánchez, la que ha ido cercando a los separatistas y captando transversalmente apoyos. El verdadero programa de Illa ha sido su estilo sereno, tan distinto al del propio presidente. Y su principal reclamo, el permanente llamamiento a superar el trauma del procés para centrar las energías de los catalanes en sus problemas reales.
Nadie puede negar la visión de Sánchez al apostar por él como candidato y líder del PSC. En Cataluña se necesitaba la misma flema que Illa había demostrado como gestor de la pandemia. Y pocas veces una simiente ha resultado tan fructífera.
Ese renovado PSC fue el que permitió a Sánchez salvar el jaque mate de las elecciones generales y ese renovado PSC es el que le proporciona ahora un relato para blanquear la amnistía con la cal de la utilidad. Illa le debe a Sánchez su confianza, pero como sugiere hoy Xavier Salvador, Sánchez le debe ya a Illa su continuidad.
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Illa se había manifestado expresamente contra la amnistía y la incorporó de forma un tanto postiza a su discurso del "reencuentro". Por eso le ha resultado tan cómodo que ese elefante apenas haya asomado la trompa en la habitación electoral.
¿Por qué el PP, tan beligerante en el resto de España, antes y después del 12-M —he ahí la manifestación del próximo domingo—, poco menos que sacó la amnistía de esa ecuación? ¿Acaso para no avergonzar aún más a una amplía mayoría de catalanes sobre lo que promovieron o consintieron en el 17 y sobre el sucio cambalache acaecido ahora para zanjar las consecuencias de aquel estropicio?
Esa debe ser la clave, cuando en las elecciones vascas ha ocurrido otro tanto con los crímenes de ETA y la condescendencia retrospectiva de sus legatarios de Bildu.
Tengo que reconocer que, si algo me ofende, y además me irrita, y además me escandaliza, del discurso público de Sánchez, y hablo como testigo de mi tiempo, como estudioso pertinaz de nuestro pasado, es esa planificada esquizofrenia entre la encrespada memoria histórica del franquismo y la pastueña amnesia, disfrazada de perdón, sobre la violencia terrorista de ETA y la violencia política del procés.
"Es innegable que el PSC lleva muchos años siendo cómplice de la inmersión lingüística y que arrastra una larga lista de concesiones al separatismo"
Pero a la vez comprendo que el ansia de superación del pasado que llevó a la generación de la Transición a correr un tupido velo sobre hechos execrables de las décadas anteriores, se reproduzca hoy entre los jóvenes, especialmente en aquellos lugares en los que el veneno del supremacismo identitario ha generado más desmanes.
Y la mirada política del conjunto de la nación también es pragmática en su indulgencia. Es innegable que, como ha denunciado la eurodiputada catalana Eva Poptcheva —uno de los buenos rescates del PP en el barco hundido de Ciudadanos—, el PSC lleva muchos años siendo cómplice de la inmersión lingüística o del adoctrinamiento antiespañol en las escuelas y que arrastra una larga lista de concesiones al separatismo.
Pero por algo habrán insistido tanto Junts y Esquerra en excluir a Illa de sus negociaciones suizas con el PSOE, presentándole como el más "españolista" de los "gobernadores civiles" que han estado al frente del PSC.
Y por algo resulta que, según la encuesta de SocioMétrica que publicamos hoy, al 46,9% de los españoles les ha parecido "bien" o "muy bien" el resultado de las elecciones catalanas frente a un 27,2% a los que les ha parecido "mal" o "muy mal". Este optimismo sólo se entiende si se percibe la agonía del raca-raca del procés aunque quede por delante la incomodidad de su entierro.
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La prueba final de que el resultado del 12-M ha sido mejor del esperado por la España constitucional es el desconcierto en el que ha dejado sumido al PP, con Feijóo pronosticando solemnemente que Sánchez terminará sacrificando a Illa para promover la investidura de Puigdemont, a cambio de su continuidad en la Moncloa.
No merece la pena entretenerse en lo absurdo de la profecía (Sánchez no va a tirar por la borda su único gran éxito autonómico). Ni siquiera en su inviabilidad (el PSC no se lo consentiría).
Lo relevante es que mientras Sánchez marca siempre el paso al que deben bailar los "hooligans" gubernamentales, a veces da la impresión de que son los "hooligans" antigubernamentales los que arrastran a Feijóo.
Es cierto que desde el poder se maneja la caja de las prebendas y que en la izquierda mediática rige una mayor cultura de la sumisión, pero la fuerza de Feijóo reside precisamente en su templanza y buen juicio. Algo de lo que carecen esos gritones que han hecho del catastrofismo una profesión.
"La progresión política de Moreno Bonilla es todo un antecedente de la eficacia de la templanza y no confrontación que ha practicado Illa"
Inquieta que el líder del PP compre su mercancía estrafalaria. Si de verdad se cree que Sánchez terminará invistiendo a Puigdemont, malo. Y si no se lo cree, pero lo dice para mantener la tensión de cara a la movilización del domingo, peor, porque actuaría con el mismo oportunismo y exageración con que Sánchez agita el fantasma de Vox, aunque para ello tenga que rasgarse las vestiduras por el amago de cambio de nombre de dos calles en un municipio de catorce mil habitantes.
Sería una calamidad que Feijóo terminara afrentando a la inteligencia con los mismos cánones de Sánchez. Para ese viaje nos sobrarían las alforjas en las que cargamos decepciones e ilusiones. Y sería algo doblemente lamentable cuando la personalidad de Feijóo se asemeja mucho más a la de Illa que a la del presidente.
Mejor aun que con Montillla, Illa rima con Moreno Bonilla. De hecho, la progresión política del presidente andaluz es todo un antecedente de la eficacia de la templanza y no confrontación que ha practicado el líder del PSC. Y en ese dominó de las afinidades, el presidente andaluz siempre ha sido percibido como el barón territorial con el que más se identificaba Feijóo.
No estoy diciendo, claro, que podamos pasar de la polarización y el barro a los juegos florales. Pero Feijóo tiene suficientes arietes, empezando por Ayuso (que cada vez desquicia más a la izquierda), como para lanzarse él de cabeza contra el muro de las mutantes realidades.
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Basta repasar minuciosamente las tres entrevistas concedidas a sus medios afines tras la farsa de los cinco días para darse cuenta de que la proverbial astucia de Sánchez está cada día más impregnada de intolerancia y autoritarismo. Asusta su rígido maniqueísmo respecto al periodismo, la justicia, el mundo empresarial o la cuestión de Palestina.
Es como si pretendiera que el que no esté con él tuviera que ser perseguido por estar contra él, mediante la brocha gorda de la identificación con la "máquina del fango", heredera de aquellos "señores de los puros" que tanto juego le dieron hace dos años.
El doble rasero con que compara sus propios actos con los de la oposición parece a veces más propio del desparpajo de los caudillos populistas que de la contención de los gobernantes demócratas.
Y, sin embargo, nadie puede negar que los hechos le han dado una parte de razón sobre la decisiva cuestión catalana. O que su acierto germinal al modelar y conseguir los fondos europeos ha estabilizado la economía por encima de sus desequilibrios, aunque lejos aun de sus capacidades. O que su incansable activismo internacional resitúa a España en el mapa, aunque no siempre sea para bien.
"Feijóo tiene que ser capaz de combinar la denuncia consistente que reafirma a los convencidos con la proposición inteligente que atrae a los indecisos"
No será con baladronadas e insultos, cargando la mano con exageraciones contra su familia, como se desmonte el poder de Pedro Sánchez. Feijóo tiene que ser capaz de combinar la denuncia consistente que reafirma a los convencidos con la proposición inteligente que atrae a los indecisos. Y Cataluña podría ser un buen campo de pruebas, aritmética mediante.
Si descartamos la suma con Junts, el PSC cuenta con dos mayorías posibles. Todas las miradas están puestas en los 68 escaños que reuniría con Esquerra y los Comunes, pero nadie habla de los 68 escaños que también agruparía con el PP y Vox.
Si Vox fuera un partido integrado en el sistema constitucional o al menos aspirara a serlo, estaría ya poniendo en un apuro a Illa —y de rebote a Feijóo— al ofrecerle sus votos para la investidura, a cambio de cortar toda colaboración con el separatismo.
Pero Vox sigue siendo una secta fanatizada —aunque Garriga parezca algo menos talibán—, cuyos dirigentes viven opíparamente a la espera de que un cataclismo del modelo político les impulse como a su amigo Milei en Argentina.
Feijóo debe concentrar estas semanas sus esfuerzos en las elecciones europeas. Ganarlas con autoridad vuelve a ser vital para él. Su margen se ha estrechado tras las catalanas, pero si hace una buena campaña —argumentos no le faltan— se impondrá con contundencia.
Entonces tocará mirar a Cataluña. Si las bases de Esquerra avalan la investidura para pasar luego a la oposición —dejando, eso sí, colocados a unos centenares de enchufados—, el PP debería entrar en el juego de la geometría variable para conseguir rebajar la tremenda presión fiscal que sufren los catalanes y acrecentar el bilingüismo.
[PSOE y PSC se toman "a risa" la tesis de Feijóo de que Sánchez entregará la Generalitat a Puigdemont]
Si la consulta de Esquerra resulta negativa, Alejandro Fernández tendría una oportunidad de convertirse en "bróker" de una investidura entre fuerzas constitucionales en la que bastaría la abstención de Vox. Porque si esa vía también fracasa, su disposición constructiva le permitirá dar otro salto hacia delante en una repetición electoral.
Entre tanto que nadie espere que la negativa de Sánchez a "restablecer" a Puigdemont en la Generalitat vaya a suponer la automática pérdida de los siete votos de Junts. Fundamentalmente porque la aplicación de la amnistía requiere de un gobierno amigo que la tutele. La ruptura se producirá solo cuando Puigdemont vea su impunidad suficientemente afianzada.
Pero ahora también cabe la variante de que, tras el éxito catalán, sea a Sánchez a quien le interese convocar nuevas elecciones generales. Sobre todo, si no tiene claro poder aprobar el presupuesto.
Prepararse para un nuevo pulso por la Moncloa a lo largo del 25 no parece pues descabellado. Y aquí queda mi pronóstico: cuanto más se le vea como un Illa pacificador y menos como un Sánchez polarizador, mayores serán las posibilidades de que Feijóo se apodere de ese bastión estratégico llamado centralidad que es poco menos que garantía de éxito.