El presidente Sánchez debería respetarse más a sí mismo. Hizo cosas muy meritorias para ser elegido por dos veces por las bases como líder del PSOE y sus seis años de Gobierno han incluido logros indudables como la obtención de los fondos Next Generation, el apoyo decidido a Ucrania, la transición energética, el avance en la digitalización o la disminución del paro.

Alguien con su trayectoria debería pensar un poco más en la impresión que causa entre quienes no son ni sus incondicionales ni sus enemigos irrecuperables. Es decir, entre el amplísimo sector que observa, escucha y va formando su criterio a la luz de la razón.

Todavía quedan unos cuantos millones de españoles de esos y su opinión será la que determinará tanto el porvenir político como la imagen en la posteridad del presidente.

La caldera de Pedro Botero.

La caldera de Pedro Botero. Javier Muñoz

Si Sánchez los tuviera mínimamente en cuenta, no diría cosas que sabe que no son ciertas cada vez que los acontecimientos le contrarían. Porque la construcción de una realidad paralela no deja de ser una técnica de dopaje que exige dosis crecientes de manipulación inevitablemente autodestructivas.

Si su deriva hacia el narcisismo tuviera cura, alguien que le quisiera bien debería obligarle a repasar sus reacciones tras las tres derrotas electorales que ha sufrido en sólo un año ante el PP de Feijóo. Derrotas ajustadas —por 3,4 puntos en las municipales, 1,4 en las generales y 4 en las europeas—, derrotas dulces, derrotas productivas o más bien canjeables, pero derrotas, al fin y al cabo.

Los denominadores comunes de su respuesta han sido cinco: total falta de autocrítica, derivación de culpas a líderes regionales o socios políticos, compra de la continuidad en el poder al precio que sea, demonización del adversario electoral con el mantra de la "ultraderecha" y ampliación del perímetro de sus supuestos enemigos a gran parte de la prensa y la judicatura, englobadas en la "máquina del fango".

Si él no se siente ridículo falsificando contumazmente la verdad, construyendo esas fantasías, inflando esas hipérboles, algún colaborador, amigo o familiar tendría que bajarle del pedestal del autoengaño.

Por recurrente que parezca decir que un líder político ofende a nuestra inteligencia, en este caso es abrumadora y crecientemente cierto. Hasta el punto de que, si Sánchez sigue por ese camino, insistiendo en que el 48,4% de los españoles son votantes de una de las "tres ultraderechas", sólo podrá deberse a que nos toma a todos por idiotas o a que ya ha perdido el menor sentido de la vergüenza ajena, con tal de extremar la crispación y prolongar unos meses su permanencia en el machito.

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El primer problema de Sánchez es que los datos matan sus relatos. Pasemos por alto la suplantación del verbo "ganar" por el verbo "mandar", o más exactamente "permanecer", y centrémonos en la cuestión candente de la ultraderecha cuyo auge me atribula tanto como al que más.

De todos los Estados importantes de la UE —incluidos tanto los miembros fundadores como los agregados desde el Este— España es el país en el que la ultraderecha (14,2%) ha tenido menor porcentaje de apoyo y el país que menos eurodiputados (9 de 185) va a aportar a los grupos de ese signo en el Parlamento de Bruselas.

Eso implica que, así como el conjunto de nuestros eurodiputados constituyen el 8,47% del total, los adscritos a la ultraderecha sólo suponen el 4,86% de sus homólogos.

Podrán decir que el que no se consuela es porque no quiere. O que la infección reaccionaria en España no es menos peligrosa porque haya avanzado más en otros lugares. Pero el sentido de estas cifras es subrayar exactamente lo contrario de lo que postula Sánchez: el PP de Feijóo no sólo no es la "tercera ultraderecha", sino que se ha convertido en el dique de contención más eficaz que se ha levantado en ningún gran país europeo contra esa ola extremista.

"Alegar que en varios gobiernos autonómicos populares hay consejeros de Vox para asimilarle a la ultraderecha equivaldría a haber tildado de ultraizquierda al PSOE"

Sánchez se jactó en TVE de que el PSOE con su 30,2% ha sido "el partido del Gobierno más votado" en esos países principales, pero omitió reconocer que el PP con su 34,2% ha sido el partido más votado, sin distinción alguna.

Alegar que en varios de los gobiernos autonómicos populares hay consejeros de Vox en posiciones subalternas, para asimilarle a la ultraderecha, equivaldría a haber tildado de ultraizquierda al PSOE cuando tenía consejeros de Podemos en algunos de sus feudos.

La impostura del presidente queda definitivamente en evidencia desde el momento en que ha aceptado la encomienda de los socialistas europeos para negociar con el Partido Popular Europeo el reparto de los altos cargos de la UE. Teniendo en cuenta que el PP español es, tras la CDU alemana, el segundo partido que más escaños aporta al PPE, habría que deducir que Feijóo y su equipo se transfiguran en moderados de centro derecha al cruzar la frontera y recuperan su intrínseca condición montaraz de vuelta a casa.

Pues bien, ni este ni ningún otro conflicto con el pensamiento lógico es óbice para que Sánchez pretenda hacernos comulgar con las ruedas de molino de las "tres ultraderechas" como ingrediente principal del mejunje que le proporciona la "máquina del fango". Pero ese es un "invento del TBO", aunque haya superado en eficiencia y productividad a todos aquellos artilugios que el profesor Franz de Copenhague divulgaba a mediados del siglo pasado en los cómics de editorial Bruguera.

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A base de tanto porfiar en el empeño, Sánchez se ha convertido ya en el moderno Pedro Botero que en los cuentos infantiles cocinaba a fuego lento en la caldera del infierno a todos los réprobos merecedores del tormento eterno.

La leyenda viene de atrás. En su Discurso de todos los Diablos o Infierno Enmendado, Quevedo lo describe como "un hombrón muy magro" —o sea, alto y delgado como Sánchez—, rodeado de "mucha gente atenta a muletas, traspiés y tropezones" —o sea, como los tipos que en Moncloa compiten entre achaques por complacerle— y "gobernando los hervores de una gran caldera".

Pedro Botero —o Gotero, que también le llama así Quevedo, como jefe de una banda de gotosos— alardea de que no da abasto con su caldera: "Aunque es grande, habré de ensancharla, que son muchos los que vienen y muchos los que hay en ella". También añade con sadismo: "Unos se tiñen, otros se cuecen, otros se guisan, otros se fríen".

"¿Cuánto dinero están recibiendo las correas de transmisión del Gobierno mientras a quienes somos líderes de audiencia nos tienen a dos velas?"

Así parece ver Sánchez a todos los que le incomodan, sean líderes políticos, jueces, periodistas o incluso herejes del PSOE. Cualquier día de estos González, Guerra y Page, el del "extrarradio", se enterarán de que son la "cuarta ultraderecha" y merecen el mismo destino que los demás. Todos a la caldera del nuevo "progresismo", cual ranitas a las que se va subiendo lentamente la temperatura hasta que llegue inadvertidamente la asfixia.

Nuestro nuevo Pedro Botero también "gobierna los hervores", añadiendo nuevos ingredientes y elevando a voluntad el calor de la marmita. De los indultos hemos pasado a la amnistía, como de la "singularidad" de Cataluña pasaremos a los privilegios fiscales, de la "extrañeza" por las resoluciones de los jueces a la manipulación de sus ascensos y de la denuncia de los "tabloides digitales" al estrangulamiento de toda crítica mediante el reparto discrecional de la publicidad institucional.

¿Cuánto dinero están recibiendo las dóciles correas de transmisión del Gobierno mientras a quienes somos líderes absolutos de audiencia nos tienen a dos velas? ¿O es que los lectores de EL ESPAÑOL no tienen el mismo derecho a la información que los de El País? La transparencia, señor Pedro Botero, tal y como exige la famosa Directiva de la UE, debe empezar por su infernal cazuela.

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Una sola institución, la Corona, ha quedado hasta ahora fuera del alcance de la avidez carnívora de la Moncloa, convirtiéndose a la vez en la tabla de salvación de quienes intentan escapar de la caldera y en el bastión final de las libertades constitucionales.

Si por el presidente Sánchez fuera, Felipe VI permanecería recluido en el polvoriento zaquizamí de los ornamentos superfluos, saliendo sólo a pasear para firmar las leyes, inaugurar exposiciones, recibir a mandatarios extranjeros y viajar a sus tomas de posesión.

La crisis de la Monarquía tras los desmanes de los años finales del reinado de Juan Carlos era la ocasión propicia para iniciar su cocción a fuego lento. Todo parecía encajar cuando la izquierda y los separatistas pactaron en 2018 la moción de censura. La República caería por su propio peso, llenando el vacío del desterrado, sin necesidad de subir bruscamente la temperatura.

Pero hétenos aquí que el rey Felipe y la reina Letizia no se han plegado a ese plan y, junto con su pequeño pero competente equipo de colaboradores, han sido capaces de invertir la tendencia y devolver el prestigio a la Corona. La minuciosa encuesta de SocioMétrica que hoy publicamos, al cumplirse los primeros diez años del reinado, no puede ser más elocuente, tanto en las curvas que marcan la evolución como en las cifras absolutas.

"La Corona es una referencia transversal y unificadora, capaz de situar el interés general en un plano superior al de las trifulcas políticas" 

Recuperar ese notable alto de valoración —lejos del alcance de cualquier político— que tuvo su padre en los momentos álgidos de la Transición y del que descendió en caída libre hasta el suspenso, a partir de Botswana y de Corinna, ha sido fruto de una década de serena e inteligente ejemplaridad por parte del rey Felipe.

Nadie niega su dedicación y prudencia. Pero Felipe VI también ha sabido hablar claro y alto cuando ha hecho falta. En 2017 y en 2023. Para la España racional y moderada es hoy el faro del cabo de Buena Esperanza. Quién me hubiera dicho que a estas alturas me iba a volver tan… felipista.

En su afán polarizador, Sánchez no contaba con ese resurgimiento. La Corona vuelve a ser una referencia transversal y unificadora, capaz de situar el interés general en un plano superior al de las trifulcas políticas. De ahí sale, con toda su fresca ingenuidad, la Leonormanía. Queremos que nos representen personas honestas, dispuestas a servir a la nación y no a servirse de sus prebendas.

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Ha sido providencial que el Rey, con la ayuda decisiva de la Reina, con el acierto al elegir a las personas clave de su Casa, haya logrado consolidar un espacio de prestigio, disuasorio de cualquier atropello o ninguneo.

Por eso Sánchez va a tirar de lo que le quede de instinto de autopreservación, como ya lo hizo con motivo de la jura de la Princesa, para cumplir adecuadamente su papel institucional en los actos de este décimo aniversario del inicio del reinado.

Cuestión distinta es que permita, justifique y en cierto modo aliente episodios equívocos como el del PSOE de Navarra votando con Bildu y Podemos una moción republicana cuya Exposición de Motivos execraba a los Borbones; o el del PSOE de Baleares bloqueando una distinción a la heredera.

Es comprensible que alguien como Sánchez mantenga todas sus opciones abiertas. Basta centrarse en la opinión de los votantes del PSOE. Algo más de un 40% valora bien o muy bien el reinado de Felipe VI y sólo un 16% mal o muy mal; pero hay un 41% que mantiene una posición "indiferente". Digamos agazapada.

"No es lo mismo meter en la caldera a los rivales políticos, a los jueces incómodos y a los periodistas críticos que a una Monarquía constitucional"

Es obvio que cualquier patinazo del Rey o la Reina podría invertir las tornas y a nadie le sorprendería que este presidente se dejara llevar por la corriente que ya impulsan la práctica totalidad de sus socios y aliados. Destruir a la Corona y destruir el régimen del 78 sería prácticamente lo mismo.

Pero incluso en esa coyuntura, inimaginable mientras Felipe y Letizia sigan siendo fieles a sí mismos, el que lo intentara debería tentarse la ropa. No es lo mismo meter en la caldera a los rivales políticos, a los jueces incómodos y a los periodistas críticos que intentar hacerlo con una Monarquía constitucional, encarnada por un Patriot King como el que inspiró el famoso ensayo de Bolingbroke de mediados del XVIII.

Felipe VI está siendo ese Rey Patriota, percibido por los ingleses de entonces como "solucionador de la división partidista, panacea contra la corrupción y heraldo de la grandeza comercial". Pero en versión siglo XXI.

Nadie puede decir hoy algo equivalente del presidente del Gobierno porque lo que sí ha ido a parar al desván es la inmensa enseña rojigualda con que se presentó en público. El victimismo providencialista parece ser ya su única bandera.

¿Con qué rumbo? Sólo el de la huida, no hacia adelante sino hacia arriba. Siempre hacia arriba. Primero el pedestal español, luego la levitación europea, después la OTAN, la ONU, quién sabe. Cebrián recurría el otro día a Larra, para avistarle atinadamente como el nuevo "hombre globo", más vacío cuanto más asciende.

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Ya avanzado el XIX se publicó en la Casa Editorial Hernando, sita en la calle del Arenal, un pliego de aleluyas bajo el título Las calderas de Pedro Botero. Lo componían 48 viñetas con sus correspondientes pareados y eran una representación satírica de dónde termina la ambición desmedida y la obsesión por asaltar los cielos, transmitida, como sabemos, de generación en generación.

En la antepenúltima imagen, el "gobernante de hervores" cree haber descubierto una escalera que comunica el Infierno con el Paraiso y se abalanza sobre ella: "Botero sin vacilar/el cielo quiere escalar". En la penúltima, sus ansias desordenadas hacen quebrar los peldaños y destruyen el atajo: "Mas su soberbia extremada/ fue muy pronto castigada". En la última, tras precipitarse al vacío, es él quien cae en el recipiente del tormento eterno: "Botero sufre de veras/ y arde en sus propias calderas".

¿Encontrará Sánchez algún modo de eludir el camino de perdición de su tocayo?