"- ¿Dónde están los límites de la libertad de prensa?
- En la conciencia de quien la ejerce. Ni en las leyes, ni en los reglamentos: en la conciencia de las personas.
- Claro... Sólo buenos periodistas harán una buena prensa.
- Eso es. Usted lo dice: buenos periodistas.
- ¿Y cómo se hacen buenos periodistas?
- No lo sé.
- ¿Quién es un buen periodista?
- El que tiene conciencia de su enorme responsabilidad. Podemos hacer el bien y nos podemos convertir en envenenadores. Cualquiera puede caer en el error, pero hay errores limpios y errores sucios, errores asquerosos".
Los cuarenta y siete años y ocho meses transcurridos desde que mantuve esta conversación con Indro Montanelli han corroborado, con todo tipo de lances, cada una de sus palabras.
En inolvidables ocasiones he visto confirmarse en grado excelso mi visión idealista del periodismo como una orden de caballería, unida en el compromiso de la búsqueda del santo grial de la verdad en medio de las peores malezas.
Y muchas más he comprobado como el mero encendido cotidiano de esa llama en redacciones con medios limitados produce en la sociedad una sensación de utilidad que nuestra Constitución define como "derecho a la información". Estamos protegidos, piensa el público, porque en una democracia todo se termina sabiendo. Ojalá fuera cierto.
De año en año también me he topado con el cinismo y la corrupción en grado tal que parecería avalar la definición extrema de Janet Malcolm del periodismo como algo "moralmente indefendible". Algo basado en "explotar la soledad, la vanidad o la ignorancia de las personas para traicionar su confianza sin remordimiento alguno". Entre "El periodista y el asesino", puestos a elegir, al asesino al menos se le ve venir, alega la autora.
Y por debajo de esas excepciones, "asquerosas" sí, a menudo he convivido con la negligencia, la chapuza, la vanidad, la truculencia, la exageración, la inconsistencia, la ramplonería, los errores, las erratas y, ¡oh, calamidad eterna!, las faltas de concordancia de género y número que llenan de insufribles lamparones las pantallas de nuestros teléfonos móviles.
Durante el franquismo, sin el título oficial de la escuela oficial nadie podía ejercer el periodismo o era perseguido por intrusismo. Algunos de los mejores quedaron excluidos de esa manera.
No soy un ingenuo. En todas partes he visto buenos, malos y regulares periodistas; buenos, malos y regulares medios de comunicación.
Lo que no me ha ocurrido nunca es que nadie me presente a alguien y diga: "Mira, fulanito de tal... 'pseudoperiodista'". O que al pasar por un edificio de oficinas la referencia sea: "En la cuarta planta tiene su sede ese pseudomedio de comunicación del que te hablaba el otro día".
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Etimológicamente el prefijo viene del griego, significa 'falso' y es de perfecta aplicación cuando se trata de profesiones reguladas mediante un título habilitante. Por eso hay pseudomédicos, pseudoabogados o pseudoarquitectos que ofrecen sus servicios sin estar colegiados, tener la licenciatura o no haber siquiera cursado la carrera.
Así estaba regulado el periodismo durante el franquismo: sin el título oficial de la escuela oficial nadie podía tener el carné oficial que emitía la asociación de la prensa oficial. Entonces sí que era posible descubrir a un 'pseudoperiodista' y perseguirle por intrusismo. Algunos de los mejores quedaron excluidos de esa manera.
Todo cambió con el artículo 20 de la Constitución que convierte el periodismo en la forma de materializar un derecho fundamental del conjunto de los ciudadanos: el derecho "a recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión".
Cada palabra es elocuente, tersa, precisa y se complementa con las demás. Lo de "libremente" no tiene vuelta de hoja, la "veracidad" la controlan los tribunales aplicando el Código Penal y el adverbio "cualquier" prueba la clarividencia inclusiva de los constituyentes, cuando aun existía Prensa del Movimiento, la radio se emitía por transistores de AM y sólo había una televisión pública, desdoblada en la Primera Cadena y el UHF.
Sí es necesaria la aplicación de la legislación a las redes sociales, atajando el anonimato digital, y aplicando la responsabilidad subsidiaria de los propietarios de las plataformas tanto en el orden civil como penal.
Ni el matrimonio homosexual ni la amnistía tuvieron esa protección expresa. "Cualquier medio" es cualquier medio, al margen de cual sea su plantilla, su línea ideológica o sus vías de difusión. Desde un megáfono o una paloma mensajera a un grupo de WhatsApp o una plataforma de streaming.
Que nadie venga pues con pamplinas sobre los "tabloides digitales". Ni las fake news ni el amarillismo han llegado con la era digital. En el 80 había un diario dirigido por un socialista, que para más inri se llamaba Libre, capaz de titular a toda plana "Maricas en el Ministerio de Cultura" y sólo dos años posterior es la infame edición de The Sun, con un "Gotcha" ("¡Te pillé!") llenando toda la portada que narraba el hundimiento del Belgrano con más de 300 víctimas mortales.
Es verdad que era y sigue siendo necesaria la aplicación de la legislación vigente a las redes sociales. Concretamente en lo que se refiere a la comunicación de la identidad del autor de cualquier mensaje -atajando el anonimato digital- y a la responsabilidad subsidiaria de los propietarios de las plataformas tanto en el orden civil como penal.
A eso podía y debía haberse reducido la intervención tanto de la Unión Europea como por supuesto del Gobierno español en materia de medios de comunicación.
Pero el espíritu reglamentista de Bruselas ha venido como anillo al dedo al ansia censora del presidente Sánchez y de ahí ha surgido el primer plan sistemático que pretende restringir ese derecho fundamental de los españoles, dentro también del primer proyecto regeneracionista que pretende regenerarnos a todos menos al propio Gobierno.
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La cronología es esencial pues nada se había hablado de todo esto hasta que Sánchez se sintió herido en su orgullo por la publicación de noticias, presentadas de forma tal vez exagerada, pero sin duda ciertas, sobre las actividades a la vez académicas y mercantiles de su esposa.
Cuando el 'caso Begoña' termine archivándose por su irrelevancia penal -hasta ahora nada ha surgido que cambie mi percepción inicial-, su estela no será una reforma legal para que la mujer del presidente no pueda pedir cátedras a las universidades ni dinero a las empresas, sino toda esta batería de pretendidas restricciones al derecho a la información.
A medida que ha aumentado el nivel de educación y exigencia de las sociedades democráticas, la difusión e influencia de la prensa sensacionalista ha decaído aceleradamente.
Desde el pretendido endurecimiento de la Ley del Honor para que las multas arruinen a los periódicos, hasta la pretendida ampliación del derecho de Rectificación no sólo a todo tipo de hechos sino también a las anexas opiniones, de forma que cada artículo lleve aparejado su contrario, pasando por la pretendida limitación de la cobertura del secreto profesional de los periodistas.
Y encima con la cínica coartada de "proteger a los verdaderos periodistas".
Yo vivía en Estados Unidos cuando tras los Papeles del Pentágono y el 'caso Watergate' se planteó la promulgación de una 'shield law' o 'ley escudo' que acorazara la confidencialidad de las fuentes. Los directores de los principales periódicos coincidieron en rechazarla, alegando que iba a ser un catálogo de excepciones y aferrándose al principio, hoy plenamente vigente, de que "la mejor ley de prensa es la que no existe".
Así lo verbalizaba ayer Julia Navarro y siento muchísimo tener que elevar hoy a la categoría de relevante noticia que nada menos que la presidenta del Consejo de Estado, a la que aprecio y respeto, opine lo contrario.
Sostiene Carmen Calvo que ese axioma "está bien para un contexto anterior". Es cierto que fue en 1791 cuando se aprobó la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos que establece que "el Congreso no podrá hacer ninguna ley... limitando la libertad de expresión ni de prensa".
Pero en los 233 años transcurridos ni la invención del telégrafo, ni la de las rotativas, ni la de la radio, ni la de la televisión, ni la de internet han alterado ese principio. No puede ser que sean las denuncias y críticas sobre Begoña Gómez las que lo hagan. Y menos para hacer pasar por "innovación" lo que sería regresión.
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En estos dos siglos y medio de vigencia de los Derechos Humanos, los tres grandes pilares de la libertad de prensa han sido el autocontrol de los periodistas -la "conciencia de su enorme responsabilidad" en palabras de Montanelli-, el pluralismo y, de manera estrechamente vinculada, el buen funcionamiento del mercado.
A medida que ha ido aumentando el nivel de educación y por tanto de exigencia de las sociedades democráticas es patente que la difusión e influencia de la prensa sensacionalista ha decaído aceleradamente.
No es casualidad que los tres sistemas de medición de audiencias implantados en España -el oficial GFK, su antecesor Comscore y la OJD Interactiva- coincidan en cuales son los cinco periódicos de información general más leídos en nuestro país: EL ESPAÑOL, El Mundo, El País, ABC y La Vanguardia.
No hemos alcanzado aún la "Nueva Edad de Oro de los Periódicos", pero llegaremos pronto si los gobiernos no interfieren en nuestro camino con 'pseudoplanes' como el presentado esta semana.
A cada uno de nosotros se nos puede hacer reproches sobre la línea editorial, las prioridades informativas o el mayor o menor celo en el cuidado del idioma, pero no sobre la falta de compromiso con el periodismo de calidad.
He trabajado en tres de esas cinco redacciones y conozco el modus operandi de las otras dos: en todas ellas hay centenares de periodistas, conscientes de su función social, esmerándose por cumplirla con la mayor calidad profesional posible.
No hemos alcanzado aún esa "Nueva Edad de Oro de los Periódicos", aparejada a la eficiencia de los dispositivos móviles, que pronostiqué en mi conferencia de hace doce años en la London School of Economics. Pero llegaremos pronto si los gobiernos no interfieren en nuestro camino con 'pseudoplanes' como el presentado esta semana.
Y lo bautizo así por la patente falsedad de los propósitos que proclama.
Baste como botón de muestra que pretenda reformar la Ley de Publicidad Institucional "para introducir criterios de transparencia, proporcionalidad y no discriminación en su asignación". ¿Cabe mayor reconocimiento de que, al cabo de seis años en la Moncloa, el gobierno de Sánchez sigue sin aplicar esos elementales criterios de equidad?
La prueba del algodón es el propio caso de EL ESPAÑOL. Aunque seamos el último en haber llegado, desde hace al menos trece meses encabezamos simultáneamente los rankings de esos tres sistemas de medición de audiencia. ¿Cuántos ministerios nos han colocado desde entonces en la cima o tan siquiera en el podio de su inversión publicitaria? Ninguno.
Debe ser que los lectores -únicos titulares del derecho a recibir publicidad institucional- adelgazan cuando eligen EL ESPAÑOL y engordan cuando optan por otro medio.
¿No será que el Gobierno pretende manipular los criterios para beneficiar así a sus afines?
La mejor constatación de que el Gobierno pretende mantenernos sometidos a los espejos cóncavos y convexos de su Callejón del Gato es el anuncio de que también reformará esa ley "para garantizar que los sistemas de medición de audiencia cumplan los principios de transparencia, imparcialidad, inclusividad, proporcionalidad, no discriminación, comparabilidad y verificabilidad".
Es cierto que estos son los criterios europeos. ¿Pero acaso no los cumplen ya los medidores españoles cuando, al menos en el caso del incumbente GFK y de su antecesor Comscore, su metodología fue avalada por los sucesivos concursos convocados por las asociaciones de anunciantes, medios y agencias a través de sus correspondientes mesas técnicas?
¿No será que el Gobierno pretende hacernos un 'Bertrand Duguesclin', manipulando esos criterios hasta que logre poner debajo a quienes estamos arriba para beneficiar así a sus afines?
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Como el Gobierno pretende también obligar, no se sabe si a latigazos o con la Guardia Civil, a que los candidatos participen en los debates electorales convocados ya podemos imaginar por quién; y como el Gobierno pretende también obligar a todas las administraciones, por muy autonómicas o municipales que sean, a emular una "rendición de cuentas" semestral que a partir de ahora promete practicar, todo esto suscita dos reflexiones de fondo.
La primera, que los redactores de este 'pseudoplan', empezando por el presidente y siguiendo por los ministros y demás colaboradores, se hicieron con un buen lote de ese fármaco ilegal llamado Hagigat, compuesto por cápsulas de catinona o droga de la euforia. Cuando estaban hasta arriba, empezaron a redactar.
La segunda reflexión es que el empleo hasta en diez ocasiones en este artículo de expresiones como "pretende" o "pretendido" sólo denota una protección temporal. ¡Ay de nosotros si este 'pseudogobierno' que tiene bloqueadas casi cincuenta leyes, pierde la mayoría de las votaciones clave y tiene que ir a Ginebra a arrastrarse ante el requeteprófugo como el más humilde limaco para que le apruebe el techo de gasto...! ¡Ay de nosotros si este 'pseudogobierno' se convierte algún día en un gobierno de verdad!
Será tanto lo que nos jugaremos en las próximas elecciones que cabe pedirle a Feijóo que, a la hora de lanzar acusaciones tan graves como las que le llevaron a pedir la dimisión de Albares, no vuelva a fiarse de un pusilánime amedrentado como Edmundo González, capaz de vaciar el jueves la piscina que había llenado el miércoles. Cada partido es ya una final y no se puede perder ninguna.