Una nación es una explicación. Vale, en realidad es unas cuantas cosas más: pero una de sus principales funciones es aportar un marco histórico y cultural que nos permita explicar el presente y predecir el futuro. Esto lo hemos visto en la resaca del 26-J: pocas cosas han ayudado tanto a los simpatizantes de Unidos Podemos a entender el trompasso como hacer uso de la explicación nacional. España es así, han dicho: necia, corrupta, insolidaria. Qué se podía esperar de ella.
Uno entiende el atractivo de esta estrategia. Hay algo reconfortante en pensar que la victoria del PP no se ha debido a una buena campaña suya o a una mala campaña por parte de los demás. Es tranquilizador creer que no se han producido errores tácticos, que no se han tomado malas decisiones, que la gente no es como no queremos imaginarla. La vida es más amable si pensamos que el triunfo de Rajoy se ha debido a una suerte de inevitabilidad geológica. Al fin y al cabo, si Sísifo se diera cuenta de que no es víctima de una maldición divina, si resultase que cada vez que se le escapa el peñasco es por su propia torpeza, no le quedaría otra que echarse a llorar. O dimitir.
Sin embargo, para que la nación cumpla con esta función explicativa debe ceñirse a un guion más o menos concreto. Debe parecerse a sí misma al mejor modo gatopardiano: que todo cambie para que todo siga igual. Por esto nos descoloca tanto que una nación no haga lo que se espera de ella. Véase Francia, y las dificultades que han tenido varias generaciones de franceses para entender cómo la nación que surgió de los escombros de la Bastilla, la hija de Voltaire y de Danton, pudo desembocar en el régimen de Vichy. Asomarse al colaboracionismo entusiasta de miles de compatriotas, constatar que gran parte del país no había sido vencida sino convencida, iba tan en contra de la imagen que tenían los franceses de sí mismos que muchos prefirieron ver Vichy como una cárcel en la que los nazis ingresaron a millones de galos cuyo único deseo era volver a ser irreductibles.
O véase, más recientemente, el Reino Unido. Uno de los lamentos habituales en estos días de post-brexit blues -por parte, claro está, de quienes votaron a favor de permanecer en la Unión Europea- ha sido el “no reconozco a mi país”. Las redes sociales se han llenado de la perplejidad de muchos británicos para los cuales el resultado del referéndum ha supuesto una quiebra de la idea que tenían de su propia nación. Gente que había crecido con la idea de la cool Britannia, esa reformulación posmoderna de la interpretación whig del sentido histórico británico: Reino Unido como la nación libre, tolerante y abierta, la nación impelida por una fuerza telúrica a tomar siempre la decisión sensata, la nación que jamás caería en las garras del populismo, la ignorancia, la frivolidad.
Y sin embargo, un día Reino Unido se levantó como el país que dio la razón a Nigel Farage; como Francia se levantó un día siendo un país considerablemente filonazi; como puede que se levante Estados Unidos un día con un presidente llamado Donald Trump. Los humanos que constituimos la unidad básica de una nación seguimos siendo seres profundamente volátiles, y por eso los relatos nacionales siempre se encontrarán a un soplo de feroz actualidad de convertirse en una nube de paja. Hay veces en que las naciones lo cambian todo para que todo siga igual, y hay veces en que cambian y punto. Ese es su peligro, y también su esperanza.