Escribo estas líneas desde Lviv, en Galitzia, antes Polonia, hoy Ucrania. Hace apenas veinticuatro horas estaba cruzando una frontera exterior de la Unión Europea, en concreto la que media entre Eslovaquia y Ucrania.
Después de padecer el moroso control de los aduaneros eslovacos y ucranianos, y ese recelo desagradable que siempre acompaña a una raya fronteriza, me doy cuenta de hasta qué punto es necia la decisión británica de autoexpelerse de este club europeo que, con todos sus defectos, ofrece a sus miembros la ventaja de dejar de ser sospechosos o dejar de interponer sospechas cuando se trata de ir del territorio de uno al de otro, o lo que es lo mismo, de moverse sin más por la continuidad del mundo, que no conoce divisorias. Es tan absurdo que al otro lado del mismo campo (o del mismo canal) se pretenda que hay otra cosa que no se entiende cómo alguien se puede inclinar por reponer las barreras un día abolidas.
Antes de llegar a Ucrania tuve la oportunidad de viajar entre la República Checa, Polonia y Eslovaquia, y por tanto de apreciar, en contraste, la bendición que es tomar un tren o un coche y pasar sin más de un país a otro, cambiar de lengua y de cultura y de costumbres sin que nadie se sienta autorizado a someterte a escrutinio, apreciar la leve pero consistente solidaridad que esa confianza recíproca en el otro va estableciendo entre los europeos, que no nos uniforma y menos aún nos hace partícipes de los mismos ideales o aspiraciones, pero al menos lima saludablemente esa tendencia imbécil del ser humano a arremeter contra otro por el hecho nimio de pertenecer a otra tribu. Algo que también trae consigo la difusión y el aprendizaje de lenguas, y en particular de aquellas que permiten acceder a la comunicación con muchos millones de personas. Como el castellano o español, sin ir más lejos. Y aquí quería llegar yo.
En estos días, hablando con hispanistas checos, eslovacos, polacos y ucranianos, me he dado cuenta de la incuria en que nuestro gobierno mantiene sumida la promoción del que con el sol es el primer activo nacional: la lengua española, segunda del mundo y herramienta nativa de comunicación para 500 millones de personas (y subiendo, mientras otras declinan). Insignificancia de los fondos destinados a fomentar la traducción de la literatura en español a otras lenguas, reducción dramática de las becas y ayudas a hispanistas extranjeros, semiabandono de la acción cultural que durante un tiempo intentó ejercer el Instituto Cervantes, muchos de cuyos centros, reducidos a la enseñanza del español, languidecen ante la competencia de academias locales más baratas.
Como me decía un profesor polaco: “Cuando vas a pedir apoyo para sacar adelante un proyecto, el ministerio polaco te dice que eres hispanista, que te apoyen los españoles; pero España apoya con cuentagotas. La soledad es total”. Así tratamos a quienes por ahí dedican su vida a promover nuestra cultura, nuestra riqueza. Somos de lo que no hay.