Un estudio de dos profesores sobre un total de 543 alumnos consigue probar la que se solía considerar extraoficialmente como la mayor mentira de internet: la que nos lleva a marcar la casilla de “he leído y entendido los términos de servicio”. De los estudiantes encuestados, casi cuatrocientos decidieron saltarse completamente los textos legales. El 26% de estudiantes que sí se detuvieron en ellos les dedicaron entre 51 y 73 segundos, cuando una lectura mínimamente detallada del texto se calculó que habría llevado unos tres cuartos de hora.
Escondidos entre los falsos términos de servicio aparecían cláusulas como la cesión completa de todos los datos de los usuarios a la NSA, o más disparatada aún, el requerimiento de entregar su hijo primogénito a la compañía. Nadie se dio cuenta.
Tras el aparentemente jocoso estudio se esconde un verdadero problema. Lógicamente, nadie espera que un usuario dedique cuarenta y cinco minutos de su tiempo a leer unos términos de servicio que, además, muy posiblemente no llegaría a entender, dado que no suelen estar escritos en español o en inglés, sino en un idioma considerado mucho más inaccesible para inexpertos: el legalés.
¿Qué sentido tiene incluir en cualquier servicio una retahíla de cláusulas legales que nadie se va a leer, y que pueden ser utilizadas para esconder condiciones abusivas? ¿Se imagina que al entrar en un restaurante le hiciesen firmar unos términos de servicio que le llevase 45 minutos leer y estudiar, por si acaso tiene algún problema? ¿Qué lleva a que no exista un concepto generalizado, una serie de normas de sentido común, que se consideren razonablemente extendidas a todos los servicios de un tipo determinado? ¿No sería recomendable plantear que la vida virtual o electrónica ya es una parte tan importante de la vida como para que no tengamos que estar siendo sometidos de manera constante a una especie de juego absurdo de gatos, ratones y galimatías legales? ¿No podríamos, simplemente, reglamentar este tipo de temas de una manera general?
La situación de los términos de servicio muestran, por un lado, un problema de la administración de justicia: basta una imprecisión en los términos de uso para que cientos de abogados avispados pretendan caer como buitres sobre la compañía que ofertaba el servicio para pedirle todo tipo de indemnizaciones. Pero también prueba la existencia de aprovechados o espabilados que pretenden vender lo que no es suyo o escaquearse de toda responsabilidad. La prueba de que, de una u otra manera, nos queda mucho camino por recorrer. A ver si vamos espabilando.