La deportista del equipo de esgrima estadounidense Ibtihaj Muhammad será la primera mujer del mundo que competirá en las Olimpiadas cubierta con un hiyab. Hace apenas dos meses la revista Time la incluyó en su lista de las cien personas más influyentes del mundo. No por sus méritos deportivos (es la número doce del mundo y todas sus medallas menos una han sido ganadas en la competición por equipos) sino por el hecho de vestir hiyab. También es la creadora de una marca de ropa, Louella, que nació cuando Ibtihaj Muhammad se cansó de buscar por las tiendas estadounidenses ropa lo suficientemente ancha para los estándares islámicos. Toda una luchadora por la libertad, ya ven. David Palomo ha escrito su historia en esta misma casa.
En la lista de Time también figuran Kim Jong-un, Erdogan y Vladimir Putin, además de otros individuos perfectamente anecdóticos procedentes del mundo del espectáculo, así que es de suponer que la revista maneja el concepto de influencia con soltura. Entiendo que la de Ibtihaj Muhammad entra dentro de la categoría de las malas influencias, aunque llego a dudar cuando leo que el redactor de Time remata su texto con un “la historia de Ibtihaj Muhammad es la historia de América”. ¿La historia de América es la de la sumisión a los símbolos del islam? La relación histórica de los EE.UU. con la religión es compleja pero sólo hay que pisar una playa californiana para darse cuenta de que Arabia Saudí les cae lejos. Geográfica y culturalmente.
Dice el discurso biempensante postmoderno que las musulmanas que viven en los Estados Unidos de América escogen libremente vestir el hiyab porque nadie les obliga a ello. Para el discurso biempensante postmoderno todo condiciona: la publicidad, el patriarcado, los libros infantiles, la prensa, el cine, los usos sociales y el cristianismo. El cristianismo más que nada. Lo único que no condiciona es el islam. De hecho, el islam condiciona tan poco que un símbolo de sumisión como el del hiyab pasa a convertirse como por arte de magia en símbolo de liberación en cuanto se sale de esos países en los que puedes llegar a morir por no vestirlo. Que se lo pregunten a la canadiense Aqsa Parvez, estrangulada por su padre por no vestir el hiyab. O a Amira, una quinceañera egipcia que se suicidó después de que su familia la golpeara por la misma razón. Hay cientos de casos similares. Sólo hay que buscarlos en Google.
Pero vamos a suponer por un segundo que Ibtihaj Muhammad viste el hiyab libremente en el sentido en que los liberales occidentales entendemos la palabra libertad. Vamos a dar por sentado también que ningún ser humano con una inteligencia media es capaz de negar que el hiyab es en los países musulmanes un símbolo de sumisión. ¿Qué dice eso entonces de Ibtihaj Muhammad? Una mujer estadounidense, que disfruta de todos los derechos que su país le garantiza, reivindica una prenda que en los países en los que su religión es mayoritaria ha de vestirse obligatoriamente bajo pena de muerte.
Mala noticia para aquellos que creemos que el feminismo es la lucha por la igualdad de derechos. Difícil encontrar una mayor desigualdad de derechos que la existente entre Ibtihaj Muhammad y sus hermanas de religión que no tienen la suerte de vivir en los EE.UU.