Otra investidura fallida más como esta y Rajoy gana las terceras elecciones con mayoría absoluta. Después de escuchar las intervenciones de algunos de los portavoces que tiene enfrente es natural que los votantes corran espantados a refugiarse en el PP. Gracias a esos parlamentarios, Rajoy pareció por momentos un estadista.
Sánchez tiene la desgracia de que ha vuelto a quedar en evidencia quiénes son sus potenciales socios. Gritos, puños, vivas a la República, llamamientos al incumplimiento de la ley y de las resoluciones de los tribunales... Por faltar no faltó ni la referencia a Mengele, que no deja de sorprender que quienes más repudian el nazismo sean los más intransigentes con la comunidad judía.
Es ese radicalismo que se extiende más allá de las orillas de las bancadas de Ciudadanos y del PSOE lo que convierte a Rajoy, en efecto, en un moderado. En alguien votable. Porque hay algo que a millones y millones de españoles les preocupa muchísimo más que la corrupción: la anarquía, el caos.
En este paisaje, Rajoy se siente seguro. Por eso se permite utilizar a la presidenta del Congreso como a una bedel, fijar unas posibles elecciones el día de Navidad, mantener en sus puestos a cargos bajo sospecha, reírse en la cara de su único coaligado (Ciudadanos), irse una semana de puente en medio de las urgencias o presentarse con un discurso de investidura insufrible, aburrido, sin una brizna de entusiasmo, el peor sin duda de todos los habidos y por haber.
A Rajoy le basta con que corra el tiempo. Ni siquiera es viable la ingenua teoría de Rivera de que, una vez formado un Gobierno con el auxilio de los socialistas, serían ellos quienes, desde la oposición, obligarían al Ejecutivo a pasar por el aro. Al presidente le faltaría tiempo para señalar con el índice a los felones y convocar nuevos comicios, con todo el viento de popa. El que generan sus auténticos aliados.