No es que a mí el santoral me quite el sueño. Pero sí admito haber seguido de reojo la canonización de Teresa de Calcuta. Digamos que la nueva santa de origen albanés es de esas personalidades que perforan sólidas capas de indiferencia hacia lo religioso.
Ojo que ser indiferente a la religión no siempre equivale a ser indiferente al espíritu (santo o del otro). Es más: hay quien cree (sin ir más lejos, yo) que toda religión organizada es a toda fe lo que todo partido político a todo ideal. Una simplificación alarmante… cuando no un sucedáneo letal.
En el caso de Teresa de Calcuta, a poco que uno busque controversia, vaya si la encuentra. De madre y de santa para arriba, de hija de meretriz para abajo, de todo la he visto y oído poner. Que si no creía en Dios pero se sacrificaba igual, en plan San Manuel Bueno, mártir. Que si no sólo no creía sino que se había montado un oscuro chiringuito de explotación de la miseria con monjas militarizadas y cruelmente tiranizadas.
Por cierto: escribo esto en un bar de Barcelona, al lado de la estación de Sants, cuyos camareros de tez muy oscura llevan rato hablando entre sí una lengua que se me escapa. Me acabo enterando de que son todos de Bangladesh cuando se abate sobre el susodicho bar una especie de brigada de inspección de trabajo, un híbrido entre la Generalitat y la Policía Nacional (¡), según me aclaran ellos mismos. A un camarero bangladesí tras otro le van preguntando por su nómina, por si hace horas extras y si las cobra, etc, etc, asegurándoles una y mil veces “tranquilo, cuéntame todo que a ti no te va a pasar nada…”. Válgame Dios. Mi hija de diez años me pregunta qué es lo que pasa, mamá, y mientras se lo explico noto cómo se me va erizando el vello de todo el cuerpo… el terror es contagioso.
Vuelvo a Teresa. No sé si puedo o si debo definirme entre las apasionadas banderías que suscita. Sólo puedo decir que yo la ¿conocí? Fue hace veintiséis años en Sabadell, comarca del Vallès Occidental, provincia de Barcelona, España (si Déu vol…). Vino la futura santa a visitar un pequeño convento de su orden. Yo me dejé caer con ánimo de entrevistarla para el periódico local. No pudo ser. Las hermanas de tal convento, caracterizadas todas con ese hábito que recuerda una gigantesca servilleta de comedor escolar enrollada al cuerpo, se la llevaron en volandas diciéndome que estaba demasiado fatigada tras el largo viaje desde la India. Mientras la arrastraban lejos sus ojos se clavaron en los míos como serenos dardos. No me miró. Me vio. Me vio como no he tenido nunca la sensación de que me viera nunca nadie antes. Ni después. Me sentí abarcada y descifrada en mi totalidad. Me sentí atónitamente transparente.
Misterios de la fe. O de su ausencia.