Se llamaba Juan y estaba cerca de los noventa años. Dos veces por semana coincidíamos en el bar de menú que hay en la calle Sagasta. Primero nos saludábamos con cortesía, apenas un gesto con la cabeza al reconocernos en el mismo lugar.
Pasaron los días y ya hubo un hola y un “a ver qué nos ponen hoy”. Comíamos a dos velocidades, yo engullía y él se deleitaba con las acelgas o la tortilla francesa. El postre lo evitaba y lo sustituía por una infusión que acompañaba de varias pastillas de colores.
Pronto supe que se llamaba Juan y que vivía en el edificio señorial de la esquina, “en el ático” precisó el camarero que nos atendía siempre y con el que habíamos estrechado lazos de cotidianeidad. Si yo llegaba antes me ponía al corriente, me decía que Juan llevaba toda la vida comiendo allí y que vivía solo desde hace un tiempo. Sabía de mis inquietudes literarias y creo que me iba dosificando con capítulos la vida de nuestro viejo vecino.
Juan tenía siempre una sonrisa. Esa que se les queda a algunos ancianos que están satisfechos con la vida que han llevado y que incluye cierto grado de nostalgia. Un rictus de melancolía sana, sin dolor, un “hasta aquí hemos llegado”.
Me empecé a acostumbrar a su compañía y a los cansinos menús del mismo bar, porque en esa normalidad estaba mi casa. Los que vivimos lejos de la familia, necesitamos encontrar otra que haga de placebo. Puede ser una calle, un bar, la farmacia, el mismo kiosco o el mismo comercio. En las rutinas está la familia elegida. Yo había adoptado a Juan como abuelo. Y él lo sabía.
Un día me habló de su amor. Había muerto de una enfermedad que no se curaba porque decidió no tomarse las pastillas. Lo supo cuando se llevaron el cadáver y arrastraron los muebles para limpiar a fondo la habitación. Encontraron todo un arsenal de medicamentos que jamás quiso tomar tras el armario. “Era mayor que yo y siempre supe que me quedaría viudo”, me dijo apaciblemente. Sentí una punzada de envidia, esa que escondemos los solteros que presumimos de serlo cuando lo que de verdad queremos es encontrar un amor.
En cada comida me daba más detalles de su vida. Fueron muy felices, ese sería el resumen. Viajaron mucho, cultivaron la ópera, las excursiones y la vida de hogar. No fue fácil, tuvieron todos los problemas que se pueden tener en el amor. Pero, “nos queríamos, eso supera todas las barreras”. “Todos los días nos decíamos te quiero” -me contaba-, “nunca nos fuimos a la cama enfadados porque en el colchón está hecho para los sueños y para el amor”. Yo sonreía entendiéndole el doble sentido de su risa pícara de viejo adorable mientras me acostumbraba a comer a su ritmo, más lento, más prudente masticando, más sereno. Así me lo dijo: “no tengas prisa, mastica lento y el amor llega”. No supe qué responder. De hecho, jamás le pude responder.
Un día tardó. Comí solo. Tomé postre para hacer tiempo y esperar a que llegara con su bastón. Al final, pagué y salí. En la puerta me giré y le pregunté al camarero por Juan. Y sabiendo que me había quedado huérfano de abuelo, me dijo con tristeza y una sonrisa: ya está con su amor. Jamás he visto a dos hombres mirarse como se miraron ellos.
Me despedí y comprobé que en el edificio señorial donde vivía Juan estaban haciendo mudanza. La última.