Me presté el otro día a un experimento que me dejó congelado y lleno de inquietud. Andaba repasando el correo de Instagram cuando un fotógrafo me dijo que si me quería prestar para hacer de modelo. Yo, que ando pasado los cuarenta y cinco y con el doble de kilos, dudé de la oferta. ¿Modelo para una fotografía artística? Pero la curiosidad mató al gato y a mí me hizo responder. Dije sí.
Tres días después estaba desnudo en una azotea, mojado y lleno de tierra. Javier Mantrana, el fotógrafo, había planteado una obra artística con varios personajes con esta durísima frase como premisa: el hombre es el único animal que sabe que se va a morir. La exposición se llamará, por ese motivo, “Tierra”. Y lo que empezó siendo un juego de fotos en una azotea, desnudo, mojado y manchado hasta las cejas, acabó en intranquilidad.
La carcoma que te tritura por dentro me hundió en la sesión de fotos -creo que se nota en la mirada de la imagen elegida- y el desasosiego me llevó a no dejar de pensar en la parca durante varios días. Así volví a casa, con la zozobra de la muerte como quien mastica un chicle sin sabor. Hablé del tema con mis amigos y, con cierto nerviosismo, les dije que es un temor que tengo desde que nací. Miedo a morir. Qué obviedad. Como si hubiera nacido para no desaparecer nunca en plan Drácula. Pero es así, el ser humano vive como si la muerte siempre visitara a los demás. Nos creemos eternos.
Si fuéramos conscientes de la frase que abrirá la exposición de Javier Mantrana iríamos más felices por la vida. Saber que seremos finitos nos haría menos tercos, más amables y más felices. De la pérdida ajena no nos libra nadie, pero podemos librarnos al menos de la queja diaria. El excesivo regodeo que hay en el lamento, en la burla y en el odio está siendo alimentado en la red. Twitter parece un tribunal que juzga y gime, que gruñe y grita. Y los hay expertos en quejarse de todo. “La crueldad innecesaria es uno de los rasgos más definitorios de los psicópatas y los fracasados”, palabra de Luisge Martín en El amor del revés que nos sirve para este asunto.
Es una pena que un instrumento tan bueno como Twitter tenga más eco en el descontento que en el aplauso. Y no solo en la red observamos lo ronco, basta estar en un restaurante, en la barra de un bar o en la cola de la farmacia. Nos quejamos de todo. De lo que sea necesario, bien. Me sumo. Todos a una, como Fuenteovejuna para sumar y sacar victorias. Pero yo hablo del tiempo que damos al lloriqueo de las cosas absurdas.
Escribo esto después de observar cómo una pareja ha estado toda la noche refunfuñando en el restaurante porque no tenían su plato favorito. “Hoy no nos queda” ha sido su epitafio. Luego gruñían porque la luz era fea. Después porque su madre les había llamado en medio de la cena. Por el vino, por el agua, por la silla, por la zona, por la hora, por el todo. Se han perdido una cena. La vida no es tan larga. Nos espera la tierra. ¿Angustia, eh? Basta con una cierta dosis de voluntad para hacer el mismo camino con mejor disposición.
Al salir del restaurante el camarero me miró y me sonrió fugazmente. Estaba claro que a él también le estaban amargando la jornada. Todos los hombres pasamos por dificultades, pero el dramatismo que le colocan algunos a esta fiesta es para que les apaguen la luz. Off.