Cuando Antonio Hernando todavía estaba defendiendo en la tribuna de oradores el “no, pero sí”, un veterano periodista emitió el siguiente juicio: “está haciendo algo que es imposible; está diciendo 'no nos gusta, no le queremos votar, pero sin embargo le vamos a votar porque no queremos ir a elecciones'… es una posición absolutamente ininteligible para el ciudadano de la calle”.
En realidad, ese mensaje no solo es inteligible, sino que casa perfectamente con una ciudadanía que votó en dos ocasiones por un Parlamento fragmentado y que, para más inri, lleva medio año despotricando contra la incapacidad de la clase política para formar gobierno. Esto, por no hablar de los años que hemos pasado rasgándonos las vestiduras porque en España no haya una cultura del pacto que permita alcanzar grandes acuerdos en educación, pensiones, cuestión nacional, etc. Pero el comentario en cuestión nos muestra hasta qué punto los árboles astillados del PSOE nos están impidiendo ver el bosque del gran cambio político que alcanza, este fin de semana, una nueva etapa.
Efectivamente, estamos en peligro de asumir la tesis de Podemos de que todo lo que sucede este fin de semana tiene que ver con el PSOE (o, por extensión, con “el régimen”), cuando en realidad tiene que ver con las dinámicas de los grandes cambios de cultura política: procesos que siempre resultan largos, complejos y fértiles en contradicciones. Si hemos tardado tanto en llegar hasta aquí, en fin, no ha sido solamente por cuestiones específicas del PSOE, sino porque seguimos intentando entender y asumir las consecuencias de lo que el país votó el 20-D.
No caigamos en la trampa de Rajoy: no era inevitable que quien terminase investido presidente fuera él. Perfectamente podría haber sido otro candidato del PP, o podría haberse formado un gobierno liderado por otro partido. Es más, la obstinación de Rajoy por permanecer en el cargo, cuando su figura resultaba tan tóxica a los partidos a los que quería atraer, es una de las principales causas de que el bloqueo político se haya prolongado. Y tampoco parece que vaya a hacer algo en esta legislatura que justifique semejante atornillamiento.
Pero lo que sí era inevitable es: 1) que en algún momento se formara gobierno; 2) que para conseguir esto alguien renunciase a una de sus posiciones anteriores; 3) que terminásemos asistiendo a un experimento de gobernación distinto de cualquiera que se haya probado hasta la fecha a escala nacional (gobierno con una minoría muy marcada, gobierno de coalición, tripartito…). Lo que era inevitable es que acabáramos asistiendo al verdadero desarrollo de una nueva política. Porque más “nuevo” que alejar a la gente de su voto tradicional es establecer pactos poselectorales que hagan viable un Parlamento fragmentado. Y más nuevo aún es crear una cultura política que sostenga esos pactos.
Esto no ha sucedido aún; para investir un presidente han tenido que juntarse una amenaza (las terceras elecciones), un voluntarismo (el de Ciudadanos), una lucha de poder interna (la del PSOE) y mucho, mucho cansancio. Hemos constatado, además, que el viejo discurso de que toda cesión es una traición sigue resultando muy atractivo. Y en todo caso sigue pendiente una cultura política mucho más intolerante con la corrupción, porque un mayor pactismo servirá de bien poco -en términos de higiene democrática- si alguien como Rajoy sigue sacando ocho millones de votos.
Estamos acostumbrados, en fin, a pensar en el cambio como algo nítido y lineal; y lo que estamos viendo en España es que el cambio llega de forma aparatosa, deslavazada, tan cargada de idealismo como aliada de las ambiciones personales más chuscas. Pero esto no quita que la segunda investidura de Rajoy suponga un precedente de enorme importancia para ir afianzando el cambio de nuestra cultura política. Ese que España lleva un año pidiendo.