Ya han pasado más de veinticuatro horas desde que ayer me desperté y comprobé con horror que Donald Trump había ganado las elecciones. Toda esperanza de que lo de ayer fuese un mal sueño que desapareciese al despertarme de nuevo, al cerrar el ciclo del sueño, se ha evaporado.
En efecto: ese impresentable en que personalmente jamás confiarías nada (¿que acudiese por ti a una reunión? ¿Que acompañase a tu mujer a casa? ¿Que cuidase a tus hijos una noche? ¡Ni loco! ) es ahora presidente de los Estados Unidos. Un tipo al que tienen que impedir que escriba en Twitter para que no diga más barbaridades, presidente de un país que ya no reconozco. Los dos estados del país en los que he vivido son de los pocos pintados de azul en un mapa completamente rojo, en un mal presagio de lo que se les viene encima. El resultado era para mí tan improbable como que en España hubiésemos hecho presidente al difunto Jesús Gil.
Y si Trump es malo, peores son sus votantes. En “la nueva América” se asalta a personas con aspecto musulmán, se acosa a mujeres hispanas, y se insulta a parejas gays o a personas de raza negra o fisonomía india, todo bajo esa patética proclama de “América para los americanos”. Todo ello, sucesos reales en el “día 1 de la era Trump”. Y mientras esas cosas pasan de verdad, a muchos aún les parece un chiste.
La industria tecnológica mira estupefacta. El nuevo inquilino de la Casa Blanca es lo peor que ha ocurrido a la innovación y al progreso desde que los bárbaros saquearon Roma. Amenaza a Amazon con acciones antimonopolio, boicotea a Apple por no abrir su iPhone al FBI, pretende obligar a fabricar en Estados Unidos por decreto, o anuncia que suspenderá el programa de visados para atraer talento inmigrante y habilidades tecnológicas. Un desastre para una industria que, con Obama, se convirtió en el nuevo petróleo, en el gran recurso del país.
¿Qué se ha hecho mal? Sin duda, muchas cosas. Una industria erigida en élite, conminando al resto de la población a endeudarse para acudir a escuelas de prestigio o a aprender a programar, mientras se pagaba sueldos millonarios y cerraba ventas por billones... y todo ello, amenazando con eliminar puestos de trabajo y sustituirlos por robots y algoritmos, en nombre del progreso.
Sí, a la industria le ha faltado sensibilidad. No ha hecho lo suficiente. Ahora, lo que parecía imposible, se ha cumplido. Y el castigo puede ser ejemplar.
Vienen tiempos oscuros.