Esta semana el que suscribe ha tenido la oportunidad de comparecer ante la Comisión de Cultura del Congreso de los Diputados para mostrar, de un lado, la inoperancia casi total de las normas para la protección de la propiedad intelectual frente a la piratería de libros en España. Una inoperancia que convierte al trabajador del libro, sea cual sea su gremio (impresor, corrector, maquetador, editor, traductor, autor, etcétera) en un ciudadano de segunda que paga sus impuestos y ve una y otra vez saqueado su trabajo sin que el Estado lo defienda. Por otra parte, y a fin de reconducir la situación, se trataba de proponer la creación de una gran biblioteca pública digital que sustituya el ilegal, indiscriminado y a menudo absurdo acceso a la cultura así propiciado por un acceso justo, legal y universal.
De la primera parte, en la que se expuso el daño económico, social y cultural que la piratería produce, comparando con los países donde la propiedad intelectual sí está protegida, poco más quiero añadir aquí. En la red está la comparecencia completa, para quien quiera ahondar en ella. Me interesa más hablar de lo segundo, un aspecto que pasó más inadvertido, entre otras cosas porque los adalides habituales de la piratería entre nosotros, que no sólo los hay, sino que se han labrado gracias a su beligerancia contra los derechos derivados de la creación buena parte de su notoriedad pública, y no se privaron de criticar, por descontado, que se reclame para ellos amparo eficaz, guardaron a este respecto un significativo silencio. Quizá es que no les preocupa tanto el acceso a la cultura, que tantas veces esgrimen, como otras cosas para las que esa biblioteca no conviene.
No creo que sea una propuesta utópica. Y además, quiero concretar más, porque creo que esa gran biblioteca pública digital tiene un gestor natural, que no es otro que la Biblioteca Nacional, ente público dependiente de la Administración del Estado que ofrecería el servicio, en igualdad de condiciones, a todos los ciudadanos españoles. Sería una biblioteca digital con dos accesos diferenciados: uno normal, para cualquier lector, con un volumen de oferta suficiente y razonable, en el que habría un sistema de licencias retribuidas para editores y autores (que así no verían menoscabados sus derechos) a cargo del presupuesto público y que creo que quienes hacemos los libros deberíamos favorecer con tarifas asequibles; y otro de carácter social, para personas sin recursos que así lo acrediten por el mecanismo que se disponga, en el que la cesión de la licencia sería gratuita.
Pensemos que esas personas jamás van a comprar un libro, de modo que no se pierde venta alguna. Pensemos que desde el sector del libro podemos dar una lección, en un país donde personas en situación de emergencia social mueren por no poder pagar la luz: la cultura no es vital para la subsistencia física, pero que nadie en situación de pobreza, y que tenga cerca una biblioteca pública desde la que pueda acceder a la gran biblioteca pública digital, se vea privado de leer un libro. Pensemos en pasar del furgón de cola, como ahora, a ir en vanguardia.
¿Cómo se financia todo? Muy sencillo: basta con impedir la oferta ilegal, y con destinar a esta biblioteca pública digital lo recaudado en impuestos a quienes sí pueden comprar libros y ahora, ante la inoperancia legal, se los descargan gratis.