El pianista británico fue al programa de Évole y lo contó todo. Al menos, todo lo que podía contar. Y eso ya fue mucho. Con su discurso exento de frivolidad y lleno de espanto pasado, aunque vigente, conquistó a los espectadores. Ni siquiera le hizo falta tocar.
A Rhodes le salvó la música. Cuando tenía 6 años, su profesor de gimnasia lo violó repetidas veces. Durante años, mantuvo este tormento en silencio, en algún recóndito lugar de su cabeza. Lo tenía ahí, escondido aunque no del todo, para poder superar, aunque fuera con extrema dificultad, cada uno de los días. Se sentía como ha de sentirse alguien que vive en el desconcierto punzante y superlativo de un abismo aterrador. Mucho más que perturbado, mucho más que maltratado, mucho más que violado, se sentía algo peor aún: se sentía cómplice.
Solo cuando escribió, años después, su Instrumental: Memorias de música, medicina y locura, en 2014, pudo hablar de ello. Y, de algún modo, solo entonces logró que diera comienzo el proceso de sanación, aunque fuera ligeramente al principio, de aquella tragedia recurrente que, además de trastornarlo mentalmente, también le rompió la espalda.
James Rhodes es, sin duda, un tipo especial. Estuvo internado en un psiquiátrico, y tuvo serios problemas con las drogas y con el alcohol. Se puede decir que fue adicto a ambos. Aborrecía tanto el mundo que intentó salir de él… cinco veces. Y, casi tan definitivo como lo anterior, a él la música clásica se la pone dura.
Eso mismo, literalmente, escribe en el preludio de sus memorias. Tampoco resulta extraño, si consideramos que vivió en lo más profundo del infierno y que, de allí no lo sacaron ni las pastillas –necesarias, un tiempo-, ni las charlas contra los brotes de locura: de allí lo sacó Bach.
La música es la respuesta, dice Rhodes, a todo aquello que no la tiene. Y, en este mundo extraño hay, sin duda, demasiadas cuestiones exentas de una réplica clara y fluida. Y, sobre todo, creíble.
Claro que hay buena y mala música. Autores emocionantes y “montones de mierda”, como explica el londinense. Y, de los dominios de Satán, solo te saca la primera.
Ésa es la que interpreta Rhodes, que parece más un cantante de rock moderno que un concertista de música clásica. De hecho, tiene contrato con Warner –es el primer pianista clásico que logra firmar con el gigante norteamericano- y hace giras por todo el mundo; ante su público se presenta con un atuendo que podría llevar Gary Lightbody, el líder de Snow Patrol, mientras interpreta Chasing Cars en el Festival de Glastonbury.
Rhodes contó en Salvados, con espontaneidad y franqueza, muchas de las extenuantes y desalmadas intimidades que han conformado al tipo brillante y ecléctico que es hoy. No, no era necesario que tocara el piano. La relevancia de su historia –incluido su paso por la City como broker, su petición de que se revise la legislación para que los crímenes sexuales no prescriban en los países donde lo hacen o su negativa –“que le jodan”- a perdonar a su agresor- era más que suficiente para hechizar al público. Pero tocó; se sentó al Stenway & Sons y sonó la Melodía de Orfeo y Eurídice de Gluck. El impacto, majestuoso.